martes, 21 de febrero de 2023

 

EL WINNIPEG Y SUS CIRCUNSTANCIAS.
Julio Gálvez Barraza y Abraham Santibáñez Martínez. Anales del Instituto de Chile, Vol. xxxviii, Estudios, pp. 149 - 168, Santiago, 2019

Resumen

Ocho décadas después de la llegada del Winnipeg y su cargamento de refugiados republicanos, derrotados en la Guerra Civil española, la conmemoración superó todas las anteriores. Hubo actos de recuerdo, homenaje y debate, desde Arica a Santiago y Valparaíso. Vino una delegación oficial del gobierno hispano, encabezada por la ministra de Justicia, Dolores Delgado, cuyo mensaje fue: “Es tiempo de reconocer la generosidad de un pueblo como el chileno”. La ocasión sirvió para poner de relieve el extraordinario aporte de los pasajeros del Winnipeg (y otras naves, como el Formosa) a la sociedad y a la cultura chilenas. El recuento de lo que vivieron durante el conflicto, sufrieron antes de llegar a Chile y sus muy variados logros en diversos ámbitos, es el tema de este trabajo. La historia de estos hombres, mujeres y niños nos muestra un país pobre en recursos económicos, pero solidario y con una gran fe en la democracia. Palabras clave: guerra civil, exilio, desesperanza, generosidad, arte, cultura, excelencia intelectual.


Tras la derrota de los republicanos en la Guerra Civil española, miles de milicianos y sus familias iniciaron un largo e incierto camino al exilio. En Francia fueron recibidos sin entusiasmo, confinados en precarios campos de concentración. Muchos fueron acogidos en México o en Argentina y otros países de América Latina. Solo un grupo menor llegó a Chile, la mayoría en los barcos Winnipeg y Formosa, o por otras vías.

Ochenta años después, sigue siendo una cruel ironía hablar de una “Guerra Civil”. No es civil ni civilizado un enfrentamiento entre hermanos de tan alto costo en vidas y que produjo tal destrucción en la convivencia social. En el caso español, la cifra más realista parece ser de 540 mil muertos. Pero no se puede dejar de recordar el cálculo del escritor José María Gironella, que popularizó la estimación de “un millón de muertos”. Como explicó muchas veces el académico Guillermo Blanco, la cifra resulta de que a cada muerto habría que sumar la muerte espiritual de quien lo mató.

Un particular testimonio en primera persona hecho por Julián Grimau, en el coloquio realizado en el Instituto de Chile, subraya la penuria de la ruta al exilio en Francia de los republicanos derrotados en 1939. Por contraste es, también, una manera de entender el significado que tuvo para ellos la cálida recepción que tuvieron al llegar a Chile (la familia Grimau, que tuvo que abandonar su casa en Valls, provincia de Tarragona, no pudo viajar en el Winnipeg, pero lo hizo más tarde).

“De la preocupación y los comentarios la situación trocó en drama y desesperación, aquella lluviosa noche de invierno en la que mis padres cargaban una carreta con máquinas de coser, telas, y un sinfín de cosas, mayormente alimentos, de los que solo recuerdo una provisión de turrones de Quijona.

“Al paso cadencioso de una vieja mula tuerta salíamos a pie de madrugada por la carretera rumbo a lo desconocido; por lo menos para mí, que si bien percibía el pánico y la premura con que hablaban y actuaban mis padres y mis hermanos mayores, poco advertía el drama que estábamos empezando a vivir.

“No había espacio en la carreta, solo mi abuelo y mi hermana menor de cuatro años cabían en ella; los demás a pie por interminables días y caminos, soportando un frío intenso, bombardeos casi diarios, durmiendo las noches en alguna cuneta aun bajo la lluvia, bajo algún árbol o con suerte en alguna casa o iglesia en ruinas.

“En mi libro “En El Silencio” Los niños de la Guerra, narré varias de las vivencias de esta diáspora llena de tristes episodios.

“Había que apurarse; el tronar de los cañones de las tropas fascistas nos perseguían, pero lo peor era el pánico que infundían los moros que les precedían.

“La meta anhelada, la frontera de Francia, el final de la larga caminata, la esperanza de llegar a tiempo a la salvación, fue una patética experiencia y decepción, aun para los más pequeños. ‘Solo pueden entrar con lo puesto’; la mula lanzada a su suerte en un barranco, la carreta y su contenido fueron a incrementar las montañas de maletas y toda clase de especies amontonadas por todos lados, como si fuera poco haber abandonado la Masía y la casa de cinco pisos del centro de Valls”.


El “poema” de Neruda

La familia de Grimau representa a quienes no murieron en la gran tragedia, pero perdieron su entorno y sus raíces, es decir, su patria. Una parte de esas víctimas llegó a nuestras costas. Y, al revés de otros viajes épicos, la odisea del Winnipeg tuvo un final feliz.

Así ha sido recordada masivamente, pero todavía hay espacio para que la conozcan jóvenes y adolescentes que nunca supieron de esta historia de agradecimiento y de esperanza.

El propio Pablo Neruda, gestor del viaje del Winnipeg, lo consideraba su obra maestra: “Que la crítica borre toda mi poesía, si quiere, pero que no se olvide nunca este poema que hoy recuerdo”.

Desde su arribo a Valparaíso, al anochecer del 3 de septiembre de 1939, este carguero francés, que terminaría hundido por un submarino alemán en el Atlántico, se convirtió en una leyenda. Pese al tiempo, su recuerdo se ha agigantado.

En Santiago, en septiembre de 2019, la ministra de Justicia de España, Dolores Delgado, sostuvo que el viaje del Winnipeg y el apoyo a los exiliados, es una “deuda histórica” que su país tiene con el nuestro por haber recibido a “los luchadores y las luchadoras por la democracia, por la libertad, que se vieron obligados a huir de España”.

La conmemoración de los 80 años desde la llegada del Winnipeg a Chile, coincidió simbólicamente con un hito significativo, lo que el presidente del gobierno español llamó el cierre de un “capítulo oscuro”.

Lo subrayó Pedro Sánchez en Nueva York, en la sede de las Naciones Unidas:

Hoy, 24 de septiembre de 2019, hemos cerrado simbólicamente el círculo democrático, pues el Tribunal Supremo de España acaba de autorizar la exhumación del dictador Franco del mausoleo público en el que estaba enterrado con honores de Estado. Hoy cerramos por lo tanto un capítulo oscuro de nuestra historia y comenzamos las labores para sacar los restos del dictador Franco de donde han reposado inmoralmente durante demasiado tiempo. Porque ningún enemigo de la democracia merece un lugar de culto ni de respeto institucional. Es una gran victoria de la democracia española.

El diario El País comentó la situación, subrayando que “Sánchez, que tiene un gran respaldo para esta decisión, no solo en España sino también en la escena internacional, aprovechó la ocasión para reivindicar el enorme cambio que ha experimentado su país desde la muerte de Franco:

España, que fue uno de los primeros Estados modernos del planeta, no formó parte, sin embargo, del club de Estados fundadores de esta gran institución: las Naciones Unidas. Y no lo fuimos por una sencilla razón: la dictadura franquista, que tuvo secuestrado a nuestro país durante casi cuarenta años, colaboró con los nazis en la Segunda Guerra Mundial, algo incompatible con formar parte de una organización que se construyó para fomentar la paz. España salió de aquella dictadura sombría hace cuarenta años y fue capaz de construir un país próspero, descentralizado y comprometido con la diversidad de todo tipo. Uno de los países con la mejor asistencia sanitaria. Uno de los países más seguros. Un país considerado internacionalmente como una de las democracias más sólidas y garantistas del mundo. El mejor país para viajar y uno de los mejores países para vivir. Los españoles eligieron paz, libertad y democracia, y con esas herramientas vamos a seguir construyendo el futuro queremos compartir nuestros logros de estos últimos cuarenta años y nuestro espíritu transformador.

De aquí ¿a dónde?

También Chile ha cambiado en las ocho décadas transcurridas desde la llegada del Winnipeg, bautizado desde entonces como “el barco de la esperanza”.

El país que lo recibió, era un país pobre y mucho menos poblado que el actual. Contaba entonces con algo más de cinco millones de habitantes y un muy bajo ingreso per cápita, pese a que ya se estaba recuperando de los peores efectos de la crisis de los años 29 y 30. Esa modesta nación tuvo, sin embargo, una enorme capacidad de acoger a quienes necesitaban amparo. Son múltiples los conmovedores testimonios que lo demuestran. En ellos se resaltan unánimemente los ejemplos de generosidad, una palabra amable, un abrazo o incluso algún dinero para los gastos iniciales. Víctor Pey, por ejemplo, nunca olvidó que en el primer tranvía al que se subió en Santiago, el cobrador no le aceptó el pago del pasaje. No lo conocía, pero lo identificó por el acento.

Y está, por cierto, una historia que contaba Leopoldo Castedo y que ha sido recogida numerosas veces:

Oí decir a una niña de seis u ocho años a su madre, acodada ésta en la borda contemplando el puerto iluminado: ‘Mamá. Cuando nos echaron de Madrid nos fuimos a Valencia; cuando nos echaron de Valencia nos fuimos a Barcelona y cuando nos echaron de Barcelona nos fuimos a Francia. De Francia nos echaron a Chile. Cuando nos echen de Chile ¿adónde nos vamos a ir’?

Nadie los expulsó de Chile, pero en los años 70, más de tres décadas después, hubo quienes se vieron forzados a un nuevo exilio. Ese era ya otro país.

Desde su llegada, como lo ilustra el caso de Mauricio Amster, a quien conminaban en un letrero a su llegada a Santiago para que se presentara el día siguiente en el trabajo que le tenían reservado, los viajeros del Winnipeg no descansaron. Como se recordó en un coloquio sobre el tema realizado en la sede del Instituto de Chile, en septiembre de 2019, Roser Bru hizo un contundente resumen de su aporte:

Unos construyeron chimeneas curvas —en casa de Avenida Lynch de Pablo Neruda—, otros organizaron la pesca de camarones, otros hicieron industrias, puentes, edificaciones y algunos fuimos pintores. Cada uno se las arregló con estas dos tierras de las que estamos hechos. Pero aprendimos a pertenecer. Fue un ‘descubrimiento’ de América al revés y sin vencedores.

El proceso no fue fácil, como se podría pensar tras los elogiosos balances que se hicieron en 2019. La organización del viaje no estuvo exenta de dificultades. Lo contó Pablo Neruda, nombrado por el gobierno de Pedro Aguirre Cerda como cónsul encargado de la emigración española en París. Inicialmente tuvo una respuesta entusiasta del presidente: “Sí, tráigame millares de españoles. Tráigame pescadores, tráigame vascos, castellanos, extremeños… Tenemos trabajo para todos”.

Fue, escribió el poeta, la más noble misión que he ejercido en mi vida: la de sacar españoles de sus prisiones y enviarlos a mi patria. Así podría mi poesía desparramarse como una luz radiante venida desde América entre esos montones de hombres cargados como nadie de sufrimiento y heroísmo. Así mi poesía llegaría a confundirse con la ayuda material de América que, al recibir a los españoles, pagaba una deuda inmemorial.

El Winnipeg reacondicionado

A fines de abril de 1939, Neruda se instaló en París, en el Quai de l’Horloge, dispuesto a embarcar rumbo a Chile al mayor número posible. El servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) había contratado el Winnipeg a la compañía France-Navigation. Era un carguero con una tripulación de menos de 20 personas que cubría regularmente el trayecto entre Marsella y las costas de África. En los astilleros de Dunkerke se reformó el viejo carguero, se crearon grandes comedores y sus bodegas se transformaron en dormitorios, se le instalaron literas de madera para recibir más de dos mil pasajeros en condiciones no muy confortables, pero mejores que las que soportaban en los campos de concentración franceses.

A pesar de las muestras de simpatía con que los refugiados fueron recibidos finalmente en Chile, el tema generó ásperas discusiones que fueron recogidas por la prensa. El Diario Ilustrado, del Partido Conservador, lideró la oposición frontal a la inmigración española. En un editorial el 5 de Julio fue categórico: “El dinero se agota; pero quedan las responsabilidades, y lo que ahora realiza Francia tendrá en lo sucesivo que hacerlo el Gobierno de Chile, salvo que despoje de su trabajo a los obreros chilenos en actividad para proporcionar medios de vida a esos extranjeros”.

Lo cierto es que el gobierno chileno no financió el viaje del Winnipeg. Tampoco gastó dinero de las arcas fiscales para financiar el plan de inmigración. Sin embargo, uno de los argumentos esgrimidos por la derecha, seguramente el que creía más sensible a la opinión pública, era el costo económico que significaría para el país recibir a los refugiados.

El matutino Frente Popular se instaló en la posición de los que querían acogerlos. En un momento dado se produjo un incidente, narrado por Neruda en sus Memorias, en que el propio presidente Aguirre Cerda habría querido cancelar el viaje. El ministro de Relaciones Exteriores, el radical Abraham Ortega, logró superar las reticencias.

Los más conocidos

La variopinta actividad de los inmigrantes republicanos llegados en el Winnipeg o por otros medios menos conocidos se ha concentrado en destacar a los de mayor renombre, pese a que en la nave se embarcaron más de dos mil pasajeros: hombres, mujeres y niños.

Algunos de esos nombres son: José Ricardo Morales, dramaturgo y ensayista; Mauricio Amster, tipógrafo; Agnes América Winnipeg Alonso Bollada, nacida durante la travesía; José Balmes, pintor; Roser Bru, pintora; Leopoldo Castedo, historiador; Isidro Corbinos, profesor y periodista; Luis Fernández Turbica, dramaturgo; Elena Gómez de la Serna, publicista y periodista; Monserrat Julió Nonell, actriz de teatro y cine, directora y escritora, quien estudió en Chile y desarrolló su carrera en España; José Ortiz Zubia, médico, quien se desempeñó como médico a bordo; Diana Pey, pianista y compositora; Víctor Pey y Raúl Pey Casado, ingenieros, profesores y empresarios; Miguel de los Santos Cunillera Riu, médico; Victorino Farga Cuesta, médico.

De los periodistas, uno de los connotados fue, sin duda, Isidro Corbinos, quien había desarrollado su carrera en España y que, en nuestro país, según los entendidos, revolucionó el periodismo deportivo. Su aporte esencial fue ir más allá del simple recuento de datos de cualquier actividad, en especial el fútbol, e incorporar un marco de referencia más amplio. Como puntualizó el periodista Alfredo Olivares en 1968, Corbinos “nos introdujo en el análisis del espectáculo deportivo. Escalpelo en mano diseccionaba los partidos y siempre llegaba al motivo y causa principal de un éxito o un fracaso desde el ángulo más insospechado”.

No fue el único. En la revista Ercilla, igual que Corbinos, trabajó por años Darío Carmona. Había colaborado con Neruda para el embarque del Winnipeg. Vino más tarde a Chile y, aparte de otros trabajos editoriales, contribuyó en Ercilla a la sección “Un personaje al trasluz”.

Otros, que tampoco vinieron en el Winnipeg, ayudaron a renovar la crónica e incluso se convirtieron en referentes en la crítica de arte, como el caso de “Critilo”, Antonio Romera, quien llegó a Chile en el Formosa.

Editores y libreros

Al igual que en otras naciones americanas, en Chile la difusión cultural cumplió el doble papel de mantener los vínculos entre los recién llegados y establecerlos con quienes les acogían.

En el caso de la industria editorial, nuestro país no tenía en esos años una estructura de producción y comercial consolidada como Argentina. Frente a la realidad de un camino que empezaba, los transterrados crearon diversas empresas. Entre ella se creó Orbe, de Joaquín Almendros. A su sombra se constituyó una verdadera escuela de libreros, especialmente los dedicados a la importación y distribución.

Es larga la lista de los más destacados: Modesto Parera Casas y Alejandro Melo Arribas, en Valparaíso y Viña del Mar; Pelayo Salas Berenguel (Editorial Bibliográfica); Alberto Teixidó Mata (Distribuidora Rutas); Juan Aldea Vallejos (Feria Chilena del Libro y Distribuidora Continental); Alberto Teixidó Almendros (Editorial Teixidó); Antonio Martínez y José Luis Martínez Almendros (Librería Hispania). Todos ellos con varios años de trabajo en la firma de Joaquín Almendros.

Una de las mayores empresas literarias intentadas en Chile por los refugiados españoles fue la editorial Cruz del Sur, creada por Arturo Soria en 1942.

Merece la pena detenerse en la figura de Soria, quien, junto a su mujer Conchita Puig, a su hermano Carmelo y a su cuñado Fernando Puig, supo convertir la editorial Cruz del Sur en un catalizador de iniciativas culturales que implicaron a españoles y americanos.

En España, antes de la guerra civil, Soria había creado propuestas organizativas, tales como los Comités de Cooperación Intelectual, que tenían el propósito de “fecundar la vida cultural provinciana”; inspirador de la FUE madrileña, fundada en 1927 junto a Antonio María Sbert, y de sus diversas secciones: coros, deportes, teatro (el teatro La Barraca, entre ellos, que tan brillantemente dirigiera Federico García Lorca). Fue también promotor de la Universidad Extraoficial —con Ortega y Gasset— y de la Sociedad de Interayuda Universitaria. Estuvo también vinculado al grupo de escritores de la revista Cruz y Raya, y en 1934 fundó, junto al director de Luz, Corpus Barga, el semanario Diablo Mundo, en el que colaboraban: Bergamín, Quiroga Pla, Guillermo de Torre, Gustavo Pittaluga, Max Aub o Gómez de la Serna.

En 1936 fue nombrado secretario general del Ministerio de Propaganda, cuyos cuadros se nutrieron en buena proporción del Servicio Español de Información, organización que Arturo Soria había auspiciado con el objetivo de dar noticia verídica de la guerra en el extranjero y recabar, de esta manera, el apoyo de los intelectuales para la causa de la República.

Al finalizar la contienda se refugió en la Embajada de Chile en Madrid, donde, como es sabido, se fundó una de las primeras revistas literarias del exilio, Luna, revista manuscrita y, por tanto, ejemplar único, pero de lujosa presentación y cuidados contenidos. En la redacción y elaboración de Luna participaron otros refugiados en la sede chilena, entre ellos el poeta Antonio Aparicio, el novelista Pablo de la Fuente, los artistas Santiago Ontañón y Edmundo Barbero, y los estudiantes José Campos y Luis Hermosilla.

La ruta cultural

Soria no vino en el Winnipeg y llegó a Chile a finales 1939. En una carta enviada al penalista Luis Jiménez de Asúa, con fecha 21 de diciembre de 1939, señalaba la voluntad de repetir los esfuerzos que propiciaron el advenimiento de la República, y el convencimiento de que el camino a seguir era la cooperación intelectual, las iniciativas culturales y la comunicación entre los diferentes ámbitos y destinos de la emigración.

Cruz del Sur se fundó en 1942. En su creación encontramos un valioso ejemplo de integración y aporte cultural. El soporte económico de esta empresa fue hecho con los primeros ahorros de los mismos exiliados; Jesús del Prado, entre ellos. Cruz del Sur constituyó un modelo de política literaria integradora. La finalidad era contribuir al conocimiento mutuo, estableciendo vínculos entre los autores transterrados y los chilenos.

Un breve recorrido por las colecciones de la editorial Cruz del Sur puede ayudar a mesurar el alcance de estos propósitos iniciales. Arturo Soria contaba en esta empresa con el asesoramiento de quien había sido tipógrafo de la Revista de Occidente, Mauricio Amster, el que pronto se encargaría de la prestigiosa Editorial Universitaria.

Amster fue el auténtico renovador de la tipografía chilena. Por esos tiempos, el afamado tipógrafo se había convertido en director artístico de la editorial Zig-Zag, a cuyo frente se encontraba por entonces el español José María Souviron. En Cruz del Sur también colaboraron José Ferrater Mora, José Ricardo Morales y, en el colofón de algunos volúmenes puede apreciarse, además, agradecimientos a la colaboración esporádica de dibujantes, pintores e impresores, como Santiago Ontañón, Manuel Altolaguirre, Arturo Lorenzo, Roser Bru o Jaime del Valle-Inclán.

Esta participación española estuvo acompañada por un gran número de escritores chilenos, entre los que podemos destacar a Juvencio Valle, Mariano Latorre, José Santos González Vera, Manuel Rojas, Ricardo Latcham y Pedro Prado. También colaboró en la empresa el poeta colombiano Eduardo Carranza. Si la comparamos a otros proyectos editoriales llevados a cabo por los exiliados españoles en tierras americanas, por ejemplo, el Fondo de Cultura Económica de México, se diferencian por la visión humanista que irradiaba.

En opinión de José Ricardo Morales, el éxito de Cruz del Sur residía:

En la confianza absoluta que depositaba Soria en sus colaboradores. Hasta el punto de que la planificación de la editorial, en sus diferentes campos especializados, la confió plenamente a quienes se hicieron cargo de ellos. Al fin y al cabo, de nada vale la mejor planificación si no se encuentran las personas adecuadas para efectuarla. Y aún más, en viceversa, es obvio que cualquier programa propuesto de antemano para su cumplimiento, también se debe a personas: las que lo propusieron. El muy sabio Perogrullo no hubiera dicho otra cosa.


Las principales colecciones

Las ediciones de Cruz del Sur se estructuraron en varias colecciones, divididas en dos grandes líneas temáticas: La Biblioteca del Nuevo Mundo y la de Autores Españoles. Entre ellas, la Colección de Autores Chilenos, dirigida por el novelista Manuel Rojas. Se trata de diez títulos, aparecidos en 1942, de autores chilenos como José Santos González Vera, Juvencio Valle o Vicente Huidobro, y cuya tirada ronda los mil ejemplares.

Luego aparecieron la Nueva Colección de Autores Chilenos, dirigida por José Santos González Vera; la Colección de Autores Argentinos, dirigida por Enrique Espinoza; la Colección de Autores Bolivianos, dirigida por Mariano Latorre, y la Colección de Autores Peruanos, dirigida por Ricardo A. Latcham.

La colección Residencia en la Tierra fue dirigida por Juvencio Valle, que publicó, entre otras, las Obras Completas de nuestro Premio Nobel, que incluye desde “La canción de la fiesta” hasta “Himno y regreso 1939”. Otras colecciones: La Fuente Escondida (selección de poetas españoles de los siglos de oro, algo olvidados) y Divinas Palabras (que ambicionaba recoger las mejores muestras de la literatura sacra), ambas series dirigidas por José Ricardo Morales.

“Poetas en el destierro” (1943), publicada en la colección Raíz y Estrella, también a cargo de José Ricardo Morales, recoge los poemas pertenecientes a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, José Moreno Villa, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Juan Larrea, Emilio Prados, Rafael Alberti, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre. La colección Tierra Firme, dirigida por el filósofo José Ferrater Mora -que residió en Chile de 1943 a 1947.

Cabe mencionar, además de los libros, el Archivo de la palabra, de Fernando Puig. En él se conservaron grabaciones de varios intelectuales. Además de Alberti y Neruda, se hicieron registros sonoros de Dámaso Alonso, Ramón Gómez de la Serna, Marcel Baitallón, el venezolano Rómulo Betancourt y el poeta español León Felipe. Fernando Puig recordó una anécdota durante el proceso de grabación de la voz de León Felipe, llegado a Chile en los mismos días que él. Después de la grabación, el poeta no reconoció su voz, protestando que no era él sino “un viejo”. La historia concluyó con la destrucción de la grabación.

En torno a la extensa labor desarrollada por Arturo Soria, José Miguel Varas formuló un sincero homenaje:

Discrepar era lo que hacía siempre. Era su estado natural. Discrepaba del mundo. Y, sin embargo, en el Chile de aquella época había encontrado un medio receptivo, que acogía su discrepancia con una especie de asombro reverente, tal vez al mismo tiempo con cierto escepticismo cazurro, carente de aristas. Habitualmente no encontraba antagonistas, sino, sobre todo, oyentes que se reservaban su opinión, pero que estaban dispuestos a celebrar sus salidas.

O tal vez era que a nosotros —muchachos entonces— nos resultaba imposible expresar verbalmente nuestras propias discrepancias, frente a aquel monólogo avasallador, a aquella catarata verbal restallante de “jotas” y “zetas” españolas, cautivadora por el juego de las paradojas y el brillo del idioma bien usado.

Arturo Soria dejó Chile —que se había convertido en tierra muy suya, muy entrañable— en 1959. Regresó a España “a los veinte años y un día” de su llegada a Santiago, como gustaba de decir. Pero su regreso, tan esperado, marcó el comienzo de un segundo exilio, más doloroso que el otro. Sufrió el secuestro y asesinato de su hermano Carmelo, en 1976, hecho que le desencadenó una trombosis que acabaría con su vida en 1980. Sus obras de mayor prestigio son los libros que ayudó a publicar, muy pocos de los cuales se encuentran hoy dispersos por las bibliotecas de sus dos países.

Las vidas de Castedo

Desde otro plano, es imposible no incluir en este recuento al historiador Leopoldo Castedo.

Igual que todos los viajeros del Winnipeg, Castedo vivó varias vidas. Las había vivido en España antes y durante la Guerra Civil, y también en Chile, donde no se ha olvidado su papel como colaborador del historiador Francisco Antonio Encina y como autor del resumen de su extensa Historia de Chile.

Fue profesor en la recién creada Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile. Su cátedra era la historia contemporánea de América. Recién había completado el viaje por tierra —ni hablar de caminos— de norte a sur del continente, en un enorme carromato que bautizaron, con Enrique Zorrilla y Roberto Montandón, como “La Iguana”. Era un vehículo inverosímil, pero que llegó, como el poeta Ercilla, donde nadie antes había llegado... un station wagon.

Su aventura chilena ya tenía 20 años y todavía le quedaban muchos desafíos por superar. El mayor, sin duda, fue convertirse en el retratista de la epopeya del Riñihue, el despeje de los “tacos” de barro que dejó el terremoto de mayo de 1960. Esa filmación, iniciada como parte de sus funciones en la Universidad de Chile y en la estación de televisión que estaba pronta a inaugurarse, terminó en una crisis de proporciones. El choque con la burocracia, que implicó tener que vender parte de su patrimonio personal para pagar la película, bautizada La Respuesta, culminó con su renuncia a la Universidad y su incorporación a un cargo en el Banco Interamericano de Desarrollo, en Washington.

Sintomáticamente, para quienes entonces no lo entendieron, la película, realizada en tan difíciles condiciones, incluyendo un accidente de helicóptero, ganó todos los premios en el festival de documentales de Bilbao… es decir, en la España franquista.

Estaba en La Paz el 11 de septiembre de 1973, lo que le significó un nuevo alejamiento de su patria adoptiva. Después vino el cáncer. Nunca, sin embargo, hasta su muerte, dejó de expresar su intenso amor por Chile.

Académicos distinguidos

De los viajeros del Winnipeg ha habido algunos muy cercanos al Instituto de Chile, aunque no todos fueron miembros de alguna academia. Sí lo fueron el Dr. Victorino Farga (Academia Chilena de Medicina) y José Ricardo Morales (Academia Chilena de la Lengua).

Morales —había nacido en 1915— salió muy joven de España. Al bajar del Winnipeg tenía toda una vida por delante.

Aquí, mostrando una sorprendente y amplia variedad de intereses y talentos, completó sus estudios universitarios y desarrolló una vasta carrera académica como catedrático de Teoría e Historia del Arte y de la Arquitectura en las universidades de Chile y Católica de Chile. En 1974 se incorporó a la Academia Chilena de la Lengua. Simultáneamente fue dramaturgo, ensayista y pintor.

Explicó su visión en sencillas, aunque polémicas, palabras:

Dedicarse al país, incluso con ‘dedicación exclusiva’, tal como ahora se dice en las universidades, fue nuestra voluntaria obligación primera, el deber hacia un pueblo al que tanto debíamos. Que muchos no asumieron esa obligación, es muy posible que así fuera. Que otros recurrieron al país para publicitarse a beneficio propio, también pudo ocurrir. Aunque algunos, en vez de pretender ‘el prestigio’ a toda costa —pues sabemos que el sentido original del término es ‘engaño’— o de intentar llenarse descomedidamente la faltriquera, según la socorrida idea de “hacerse la América”, tan sólo deseábamos a contribuir a que esta América se hiciese, aportándole algunas posibilidades diferentes de las que poseía, debidas a nuestra formación originaria, e incluso, aunque parezca extraño, pertenecientes a nuestra condición de desterrados.

Una de sus primeras actividades en nuestro país fue el teatro. En 1941 fundó, junto a Pedro de la Barra, el Teatro Experimental de la Universidad de Chile. Se marcó así el inicio de una nueva etapa para las artes escénicas nacionales, en la que se comenzaron a montar obras de vanguardia europeas y dramaturgia nacional, y se avanzó en la profesionalización de esta disciplina.

Morales dirigió el primer montaje de la obra Ligazón, de Ramón del Valle-Inclán, que él ya había representado en España.

Como se señala en la Memoria Chilena,

conocedor de las tradiciones literarias, Morales es un escritor capaz de cultivar y subvertir géneros clásicos como la farsa y la tragedia. Con este fin, suele recurrir a la adaptación o reescritura, ejercicio que le permite invocar personajes clásicos, como Don Juan o Edipo, para contrastarlos con la modernidad. Su obra —que en ocasiones ha sido catalogada como teatro del absurdo— confronta al espectador con la deshumanización y la violencia social del mundo actual, poniendo al descubierto las tiranías de los poderosos y de la sociedad de consumo en un tono sarcástico que interpela al lector o espectador.

Dos Premios Nacionales

Los pintores Roser Bru y José Balmes, ambos galardonados con el Premio Nacional de Artes Plásticas, tuvieron destinos diferentes, pero compartieron algo fundamental: ser chilenos y catalanes a la vez.

José Balmes tenía doce años y Roser Bru dieciséis cuando desembarcaron del Winnipeg.

Él ha resumido con emoción la forma en que fueron acogidos: “La gente se sacaba los zapatos y nos los regalaba, yo tenía doce años. ¿Se da usted cuenta? ¡Lo que le tengo que devolver a Chile!”.

Este testimonio lo recogió la directora de la Academia Chilena de la Lengua y presidenta del Instituto de Chile, Adriana Valdés, quien recordó a Roser Bru y José Balmes en el coloquio sobre el Winnipeg realizado en septiembre de 2019. La siguiente es parte de su presentación.

Balmes (fallecido en 2016) y Bru tenían mucho en común. Ambos recibieron el Premio Nacional de Arte en el país de acogida. Balmes en 1999; Bru en 2015. Ambos, por supuesto, catalanes. (Cherchez le catalan es una frase que Roser suele repetir, un poco como el cherchez la femme de los franceses.) Ambos chilenos, también. Ambos alumnos de la Escuela de Bellas Artes y discípulos del maestro Pablo Burchard. Ambos comprometidos con la historia de Chile, un país que, en 1973, les hizo revivir las experiencias violentas y desgarradoras de los fines de la guerra civil española. Balmes se exilió de Chile; Roser Bru se quedó, y su obra entera es testimonio y marca de resistencia y exilio interior durante la dictadura chilena.




De Roser Bru, a quien conocí personalmente en 1974, me considero amiga personal, casi hija, como muchas de las personas a las que ella ha extendido su amistad creativa y generosa.

El grupo Signo

A José Balmes —continúa Adriana Valdés— lo saludé muchas veces en ocasiones en que coincidimos en público, tras su vuelta a Chile: ‘Volver a Chile es lo más importante que me pasó en la vida’, es frase suya, pero no lo traté personalmente ni he escrito sobre él. He recurrido a un corpus de textos que se ha ido armando con el tiempo en torno a su trayectoria y a su obra, y que todavía brindan sorpresas harto interesantes para mí y, espero, para ustedes.

Una de las diferencias que separan a Balmes de Roser Bru es la pertenencia del primero al grupo Signo, y la ausencia de un rótulo en que se pueda incluir a Roser Bru.

La trayectoria de Balmes fue, tras sus éxitos europeos de comienzos de los años sesenta junto al grupo Signo, una ascensión al poder simbólico realmente impresionante. Logró imponer la idea, que se repite hasta hoy, de haber iniciado el arte contemporáneo en el país, de ser enteramente original, algo que se discutió entonces y se vuelve a discutir ahora, sin que reste mérito a lo que Gaspar Galaz llama “un legado artístico inconmensurable”.

Balmes fue director de la Escuela de Bellas Artes, donde enseñaba desde 1950, entre 1966 y 1972, y decano de 1972 a 1973, y dio impulso decisivo a la creación del Museo de la Solidaridad con el Pueblo de Chile, todo ello antes de partir al exilio junto a Gracia Barrios y la hija de ambos, en 1973. En esa época estaba devolviendo mucho a Chile, estaba dedicado totalmente a Chile. Todo ello fue arrasado por el golpe militar, y su suerte fue un exilio doloroso y sufrido.

Al volver, y a pesar de todo, su poder simbólico había permanecido, y la fábula —la novela— de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile lo tendrá siempre como un personaje decisivo.

Volvió al país, aunque no a la Universidad de Chile. Fue la Universidad Católica la que lo acogió, paradojalmente, como profesor titular y luego como profesor emérito; la Chile lo hizo tardíamente. En 1995, el Museo Nacional de Bellas Artes presentó una retrospectiva de su trabajo, reconociendo su trayectoria y su importancia en la historia del arte nacional. En 1999 el país reconoció su labor pictórica y política con el Premio Nacional de Artes. En la campaña del primer presidente socialista del Chile posgolpe, Ricardo Lagos Escobar, fue una imagen de Balmes la que dio el tono y la gráfica. La Fundación Salvador Allende lo puso a la cabeza del Museo de la Solidaridad, entre los años 2006 y 2010. En fin, no hay duda posible de que José Balmes devolvió a Chile cualquier deuda que pudiera haber contraído con nuestro país por la acogida que recibió, bajando del Winnipeg, en el año 1939, y que el país, en democracia, intentó reconocer su aporte a la cultura chilena.

Al mismo tiempo que Balmes, y del mismo barco, bajaba Roser Bru.

Hablar desde la pintura

Podría haber sido música, por su oído y por su voz privilegiada, pero los padecimientos de la guerra la alejaron de los instrumentos. Cuando llegó, pintaba de todo: cajitas para regalos, lo que fuera, cuenta. Los inmigrantes del Winnipeg, como los inmigrantes de ahora, llegaban a vidas de mucho esfuerzo y trabajo, donde en los primeros años la supervivencia familiar era lo más importante. A pesar de ello, entró inmediatamente a estudiar a la Escuela de Bellas Artes, tuvo por maestros a Burchard e Israel Roa, y luego, a diferencia de Balmes, se dedicó durante un buen tiempo al grabado, en el Taller 99 fundado por Nemesio Antúnez, al que asiste todavía una vez a la semana. Como para Balmes, Antoni Tapiès fue una referencia importante en sus primeras pinturas, llamadas “Materias”, en cuya superficie se hacían incisiones “como si fuera un grabado”.

La radicalidad nueva de la obra de Roser consiste en haber sido, en Chile, pionera de una nueva conciencia política de los cuerpos de las mujeres. Fue reconocida como tal, por ejemplo, en la muestra de “Radical Women” (Los Angeles, Estados Unidos, 2017, cuya curadora fue Andrea Giunta). La mirada retrospectiva de esa exposición y de otras internacionales anteriores, ubican su trabajo en un nuevo marco: el de un cuestionamiento del canon del arte.

En el caso de Bru, el cuestionamiento no se expresa nunca en declaraciones ni polémicas verbales, como en el caso de las del grupo Signo, sino en los gestos que va haciendo en su pintura desde los años sesenta.

En ese tiempo, la distinción entre la esfera pública y la privada estaba firmemente instalada en la conciencia política. Las temáticas de la maternidad y de lo cotidiano condenaban a la “esfera privada”, a una cierta marginación respecto de relatos “épicos” más militantes, más contingentes, más monumentales, que dominaban la “esfera pública,” la que realmente importaba. El género no era todavía un tema político.

Las ópticas han cambiado en nuestros días. Una mirada contemporánea valora especialmente ciertos rasgos que configuran un pensamiento de muchos años acerca del cuerpo de las mujeres. Desde las primeras “Materias”, Roser Bru se dedica a una reflexión pictórica reiterada acerca de ese cuerpo. Una reflexión que no deja lugar al sentimentalismo ni a los lugares comunes, que produce extrañeza y distancia, que hace de la pintura un campo de descubrimiento de lo inesperado en la experiencia.

A lo largo de su obra, las metáforas pictóricas del cuerpo de la mujer son muchas, y reiteradas. En las muchas sandías se van viendo aspectos del sexo como plenitud y como herida. En las “mesas”, las pequeñas y sencillas felicidades que se hacen y deshacen pacíficamente a lo largo de un día, pero también “la guerra”, la violencia que trastoca y destruye. Este último aspecto comienza a predominar después de 1973, fecha decisiva en que se reactivan los traumas de la guerra sufrida en la niñez, del desplazamiento hacia Chile en calidad de “refugiada” (su palabra, muy repetida).

Surgen entonces “los ojos de los enterrados”, las miradas acusadoras de quienes ya no pueden mirar, los rostros de los muertos, el trabajo de la memoria que los mantiene presentes y a la vez trabaja con el olvido, el recuerdo y el dolor en sus diversas fases. Una desaparecida en particular, con su número. Y muchas mujeres “destinadas”.

La pintura de Roser Bru es y será clave en la historia chilena en relación con lo que Enrique Lihn llamó, a propósito de ella, ‘el acertijo de la femineidad (y no del feminismo, que es tan transparente)’.

Esto la pone, en el arte latinoamericano, como pionera de una nueva iconografía basada en el cuerpo de las mujeres, desde la cual se hacen visibles “las violencias sociales, políticas y culturales” de nuestra época. Lo que hizo Balmes, para su época, pero de otra manera, de otra manera muy distinta. Cherchez le catalan, o, en este caso, la catalana.

Médico ilustre

Como todos los refugiados, el doctor Victorino Farga vivió duros momentos al final de la guerra, cuando su familia viajó en duras condiciones a Francia. Paradojalmente, escribió, la vida en el campo de concentración, con sus hermanos y su madre fue “feliz”:

Nos instalaron en unos galpones a las afueras del pueblo, donde dormíamos en el suelo sobre unos improvisados colchones de paja, pero al menos nos sentíamos protegidos de las inclemencias del invierno europeo y no pasábamos hambre. Paradójicamente, este resultó ser uno de los períodos más felices de mi vida. Fue como un renacimiento. En España había sido un niño aficionado a la lectura, tímido y retraído, y de pronto el mundo se abrió para mí. Estábamos encerrados y custodiados, aunque nadie pensara en huir, por un piquete de guardias senegaleses, enormes, de aspecto terrible: “Negros senegaleses, negros como el carbón, con los ojos amarillos, la madre que los parió”, cantábamos a sus espaldas, hasta que después de los primeros días ya les perdimos el miedo. El campo estaba cercado por unas alambradas con alambre de púas que se veían infranqueables. Los niños mayores pronto encontramos como esquivarlas, cavando unos huecos en la tierra, por debajo de los alambres… Yo salía todos los días del campo de concentración a recorrer el pueblo y sus alrededores y rápidamente aprendí a hablar francés y me hice de muchos amigos de todas las edades. Los campesinos franceses se mostraron muy generosos y nos hacían regalos, sobre todo de comida. Así que volvía con huevos, panes, almendras, quesos, etc. etc. que mi madre preparaba en una gran estufa que había cerca de nuestras camas… Yo tenía 11 años, cumplí 12 en el campo, pero me sentía todo un proveedor y adquirí parte de la confianza que me faltaba en Barcelona y que tanto me ha servido después.

Ese “después” del doctor Farga incluye un paso notable por el sistema público de Salud de Chile (“en los tiempos gloriosos del Servicio Nacional de Salud, la época dorada de la Salud Pública chilena, lo que facilitó la creación y florecimiento de un Programa Nacional de Control de la Tuberculosis moderno, que se anticipó muchas veces a las normativas de la Organización Mundial de la Salud”), pero también un nuevo exilio durante la dictadura militar chilena.

A modo de conclusión

La saga del Winnipeg y sus viajeros ha sido recordada ampliamente al cumplirse los 80 años de su llegada a Valparaíso.

En estos meses se ha dicho prácticamente todo lo que representó este grupo de inmigrantes, que llegaron a Chile con lo poco que pudieron rescatar en el azaroso cruce de los Pirineos en invierno. Se podría decir, con conmiseración, que venían “con lo puesto” como ha señalado Sigfrido Grimau. Pero lo que verdaderamente traían era un tesoro de experiencias vividas e ideas por desarrollar en el amplio universo de la cultura.

 

Julio Gálvez Barraza es escritor, ensayista, especializado en el exilio republicano español a Chile. Residió en Castelldefels (Barcelona) desde 1973 hasta 1995. En 1990 fue galardonado con el primer premio Sant Jordi, Narrativa Castellana de Castelldefels por el cuento “Los muertos no se venden”. En 1998, en Chile, obtiene el primer premio en el Concurso Internacional de Ensayo «Neruda, el ser americano», convocado por la Fundación Pablo Neruda, por su ensayo biográfico “Neruda: Testigo ardiente de una época”. En septiembre de 1999 participa en la organización de los actos conmemorativos de los 60 años de la llegada del “Winnipeg”, patrocinada por el Centro Cultural de España en Chile. En septiembre de 2004, en Barcelona, coordina los actos conmemorativos de los 65 años de la llegada del “Winnipeg” a Chile, organizados por el Consulado de Chile en Barcelona y el Instituto catalán de Cooperación Iberoamericana. En diciembre de 2012 es galardonado con el 1º Premio, categoría inédita, en el concurso «Escrituras de la Memoria», convocado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile, por su libro Juvencio Valle. El hijo del molinero. En el mismo concurso es acreedor de la Primera Mención Honrosa por su libro Winnipeg. Testimonios de un exilio.

Abraham Santibáñez es periodista, titulado en la Universidad de Chile. Actualmente es secretario general del Instituto de Chile y miembro de la Academia Chilena de la Lengua. En 2015 recibió el Premio Nacional de Periodismo. Ha sido profesor de Introducción al Periodismo, Ética Periodística y Reportaje Interpretativo en las universidades de Chile, Católica y Diego Portales. Fue integrante y presidente del Consejo de Ética de la Federación de de Medios de Comunicación. Autor de textos de Ética, Periodismo y actualidad. Fue presidente del Colegio de Periodistas. Escribe habitualmente en diarios de Santiago, Concepción, Punta Arenas, Copiapó, La Serena y San Antonio




 

miércoles, 14 de diciembre de 2022

 https://cultura.fundacionneruda.org/2022/08/19/tres-instantes-de-niebla/

TRES INSTANTES DE "NIEBLA"


Por el poeta Sergio Muñoz Arriagada

                                                         UNO

Yo salí una noche de la Casa de las Flores hacia la casa de Rafael, situada más allá, en una terraza poderosa que daba sobre la calle del Marqués de Urquijo y sobre las frondas de un parque muy arbolado y sonoro. (…) Me gustaba hacer el recorrido a pie, de estas seis o siete cuadras que nos separaban, y luego subir a la regocijante casa de Rafael (…).
Allí llegué yo con el perro o perra. Ni el sexo o la raza ni el idioma en que ladraba se le podía conocer, de tan desgreñado, tan enmarañado, encejado y embarbado que era aquel montón de niebla que me había seguido desde mi casa.
Porque era invierno plenario la niebla, extraña a Madrid, se había depositado en las calles con una consistencia española, seriamente compacta. De tal modo que el estilo de esa niebla me dejaba apenas andar y casi no me dejaba ver. Pero oír sí me dejaba y yo noté en el camino que algo me seguía. Algo, un espectro seguramente, un cuervo, un nunca más. Severamente solo, semiperdido en la niebla, era yo un caminante de la absoluta soledad de aquella hora, y no pasaba nadie y no se oía nada sino el extraño tacatá detrás de mí como de pisadas de fantasma. Cuando me detenía, se detenía también aquel solícito sonido. Y apenas marchaba de nuevo, algo, aquello, recomenzaba a andar conmigo. Y todo esto con tanta niebla que me desazonaba. Sólo al llegar a la puerta grande de Alberti salió de la niebla y subió conmigo por la escalera un suavísimo perro. Perro de los arrabales, mitad niebla y mitad sueño, nos miraba desde su entrecruzado matorral de pelos plateados, todo el color de calle y con cierto aspecto de oveja que se hubiera extraviado en la ciudad conservando, se le veía en los ojos, la pureza silvestre.
Cuando entré con el perro, Rafael lo bautizó de inmediato “Niebla” porque se le veía impregnado aún con la sustancia misteriosa. Allí se sentó en medio de la sala, entregado al amor de los poetas, aquel extraño perro que pareció desde entonces natural y necesario, en medio de las arbitrarias esculturas abstractas, de piedra y fierro de Alberto Sánchez, que llenaban la casa de los Alberti-León.

Pablo Neruda.
“El regalo de Niebla”.
Confieso que he vivido. Ed. Argos Vergara, Barcelona, 1979.

DOS

(…)
Habrás pensado, Niebla,
que te dejé olvidada
por aquellas bahías y pueblos desventurados.
Que quise que la muerte
con sus negros retumbos
fuera la imagen última
que guardaran tus ojos solidarios al irme.
Habrás pensado, Niebla,
que me fui sin quedarme,
sin que mi corazón corriera desolado
con las puertas abiertas,
fundidas por el viento,
repitiéndote a gritos:
—Esta es tu casa, Niebla,
tus paredes de siempre,
el hogar que elegiste en una noche helada
para hacerlo más dulce, más de flor, más de sueño.
Habrás pensado, Niebla,
que España se moría
con mi desesperado, corporal abandono,
invadiendo un nocturno funeral, un silencio
definitivo todo lo que su ayer de sombras
y de heroicos relámpagos
fue creando su día,
su anhelante mañana.
Habrás pensado, Niebla,
lejos ya de tus mares,
sin ti, ya en otros tristes y extranjeros kilómetros,
ignorando en qué prados,
en qué montes u orillas,
yacías pobremente llorando por mi vuelta,
habrás pensado, amarga flor mía, habrás pensado,
y con cuánta dolida razón, que mi memoria
te perdía, cayéndose
tu nombre fiel, tu puro
amor con la caricia de otros nuevos amigos.
Pero no, que aquí estás jubilosa a mi lado,
Niebla de sol y bosques,
viva en mí para siempre,
junto a la mar tranquila.

Rafael Alberti.
«A Niebla, mi perro». Retornos de lo vivo lejano.
Losada, Buenos Aires, 1956.

TRES

Uno de los más entrañables homenajes hechos a Neruda y a Rafael Alberti relativos a la historia de Niebla, sucedió a mediados de la década del 70. Por esos años, Televisión Española emitió los 52 capítulos de la serie japonesa Heidi, la niña de los Alpes, basado en el libro de la escritora suiza Johanna Spyri. La serie, evidentemente, tuvo que ser doblada al castellano y de eso se encargó la poeta catalana Angelina Gatell, quien alternaba la poesía con otras ocupaciones, era directora y actriz de doblaje. En esta faceta, Gatell fue directora del doblaje de la serie Heidi y de Marco, otra serie famosa de la época. Ella, por tanto, fue la responsable de que el perro de la niña de los Alpes se llamara Niebla. «Yo acabé trabajando en una empresa de doblaje –dice Angelina Gatell–; eso me permitió ganarme la vida. (…) Ya en los años setenta nos llegó el encargo de preparar el ajuste y el doblaje de Heidi, la famosa serie japonesa de dibujos animados. Me responsabilicé de ajustar los diálogos y de doblar a algunos personajes. Y le cambié en nombre al perro. En el guión original se llamaba José y así pasó, por ejemplo, a la versión portuguesa. Pero yo dije que en España no era oportuno llamarle José a un perro y me dieron permiso para llamarle como quisiera. Claro, estaba pensando en el perro que Pablo Neruda encontró una noche de niebla en Madrid…». Angelina Gatell tuvo la tierna idea de rendir un homenaje a Niebla y llegó a conocer el inmenso alcance de su cortesía. La serie, doblada al castellano, se emitió con mucho éxito en España y América, aunque seguramente no todos los que la vieron sabían el origen del nombre del perro. «Después del éxito de Heidi –dice Gatell–, varias generaciones de perros en España se llamaron Niebla. Estábamos al final del franquismo y la gente no sabía que le estaban haciendo un homenaje secreto a la República».

Julio Gálvez Barraza.
«Una gran flor plateada». Otoño en Peñaflor y otros relatos.
Editorial Renacimiento, Sevilla, España, 2021.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

 


Bárbara Délano. Olvidar fue morir. Carolina Melys. https://revistadossier.udp.cl/dossier/barbara-delano-olvidar-fue-morir/

En octubre de 1996, Bárbara Délano toma un avión a Santiago desde México, haciendo escala en Lima porque había sido invitada por escritores peruanos a participar en algún simposio o porque quería visitar a algunos amigos, o incluso hay versiones que hablaron de un desperfecto en el avión y la escala fue involuntaria. Su padre dice que fue una decisión planificada: tomarse vacaciones y dividirlas entre Lima y Santiago.

Lo que sí sabemos es que viajó hacia Santiago desde el DF, donde trabajaba desde el año 92 como directora del área de comunicación social de la Procuraduría Agraria, una especie de defensoría pública para el área rural. Su llegada sería la sorpresa de cumpleaños para su madre, María Luisa Azócar. Años antes escribió: «Todo lo que yo quería, madre, era para ti / mi fuego, mi sangre, mi brotación / los felices reencuentros oh madre / qué dolor qué feroz pesadilla». No hay pesadilla más feroz.

Se quedó unos días en la capital peruana y fueron de celebración, risas y una fiesta eterna con amigos. Se reunió con el poeta limeño Antonio Cisneros, su amiga Carolina Teillier –hija de Jorge y la activista Sybila Arredondo– y con el narrador Guillermo Niño de Guzmán. Almorzaron en El Barranco, en la cevichería El Canta Rana, lugar que a Bárbara le recordaba Valparaíso. Le contaron que Herman Melville en su paso por Lima dejó tallado su nombre en la barra de un bar en El Callao. Bárbara no resistió la tentación y, cuchillo en mano, grabó su nombre en la mesa donde se encontraban. «Una palabra solamente / para ver la cara de los dioses escondidos / el dulce gesto de los santos en martirio». Su nombre allí tallado sería el último registro de su palabra.

Desde ahí todo se vuelve caótico. Debe tomar el avión a Chile. Nadie sabe que viaja, solo un amigo cercano, el arquitecto Sebastián Gray, quien ha quedado de ir a buscarla al aeropuerto de madrugada. Antonio y Guillermo la acompañan a recoger las maletas al hostal Miraflores. Viste un traje de dos piezas de lino blanco, no usa anillos ni aros, solo unas cadenas le cuelgan del cuello. Suben al taxi, no saben si llegarán a tiempo. En el automóvil le insisten en que se quede. Ella dice que no, que debe irse. Corren con las maletas por el aeropuerto, ella se despide apurada, sin aliento, entre risas y bromas le dice al poeta Cisneros que si el avión se cae avise a su familia, pues no saben de este viaje.

Detrás de ella cierran la puerta de embarque. Es la última en entrar.

Ese 2 de octubre, a 52 km de la costa limeña, el Boeing 757-200 de Aeroperú con setenta personas a bordo se estrelló contra el océano Pacífico. La última comunicación de la aeronave con la torre de control habla de un desperfecto eléctrico: «Tengo todas las computadoras alocadas acá», dice el copiloto, en busca de respuestas. El piloto intenta dar la vuelta, pero pierde altura vertiginosamente. Se pierde, también, toda comunicación. Luego, silencio. Bárbara, con 35 años de edad, se perdía en el mar para nunca ser encontrada.

«¿Hay silencio en el fondo del mar?», pregunta en uno de sus poemas.

Ese mismo año, en la revista Cuadernos, el escritor Poli Délano, su padre, relata el calvario que vivió desde que recibió la llamada sobre el accidente hasta el viaje infructuoso a Lima a reconocer restos de cuerpos encontrados, porque «todo lo que se pierde va a dar al mar», como había dicho Bárbara en uno de sus poemas. Pero no la encontraron. En un texto que es despedida, emotivo y doloroso, intenta reconstruir o imaginar las últimas horas de su hija. Y escribe que solo espera que haya estado dormida, que no se haya dado cuenta, que no haya sentido miedo. Pero Bárbara, años antes, escribió «Tengo miedo. Todos tenemos miedo», y «nada tan miserable como la ausencia de Dios».

Hasta aquí el final.

Más allá del mito

En ocasiones la construcción de mitos en torno a la figura de una escritora es una estrategia de acercamiento, pero a veces pareciera escaparse de las manos, actuando de forma inversa, invisibilizando la escritura, poniendo el foco en la tragedia, dejando en segundo plano su obra. Los mitos atentan contra la lectura. Pasa con Alfonsina Storni, cuyo suicidio está consignado hasta en canciones, o con la figura de Alejandra Pizarnik como autora maldita. En Chile, el destino de la poesía de Bárbara Délano está subyugado a su muerte, mito que a veces la sobrepasa. Así, liberados en parte de la tragedia que tiñe su figura –liberados en tanto la nombramos y la dejamos expuesta–, podemos hablar de Bárbara Délano. Y de su vida y su obra, que hablan por ella.

Bárbara Délano nació en Santiago el 17 de octubre de 1961 en una familia marcada por la literatura y el arte. Hija de un escritor y de una sicóloga y poeta, nieta del periodista y escritor Luis Enrique Délano y de la fotógrafa Aurora Lola Falcón, heredó no sólo una visión estética para comprender el mundo, sino un compromiso político que se ve reflejado en su mirada aguda y crítica de la realidad.

Empezó a escribir de pequeña: un poema a su abuelo «Tacito», ante el impacto de verlo en el hospital, otro para un concurso de poesía en el liceo, otro aparecido en Araucaria, la revista cultural del exilio chileno que circulaba en Europa, y otro más en la antología «Poesía joven. La generación del 70» de José Luis Rosasco, aparecida en la revista Atenea en 1979. En esta última publica los versos:

Tengo la edad indefinida y
la horrible confianza
casi tierna
que asalta a la hora del amor
en las soledades empinadas
cuando nos hemos sentado
a mirar a los dioses frente a frente.

Quizás es un rasgo que la caracteriza –la percepción de tener una edad indefinida– y el registro de sus fotos lo atestigua. En unas parece de otra época, lejana e irreconocible; en otras, moderna y juvenil. A veces aparece como una mujer solemne y elegante; otras, con ropas sueltas y como despreocupada. Mirada cándida; en otras, seductora.

Estar libre

La influencia de su padre y de su abuelo escritores fue central en ella. Sin embargo, la presencia de su abuela, Lola Falcón, dedicada a la fotografía, también dejaría una importante huella en su vida. Una mujer que detenía el lente en los detalles de la vida diaria de mujeres y hombres en las diversas ciudades que le tocó recorrer, acompañando a su marido en su carrera diplomática. Falcón construyó un archivo documental valioso sobre lugares del mundo a los que pocos tenían acceso, pero también sobre la realidad y la miseria en que vivían muchos niños y mujeres. Los retrató en su fragilidad, en el blanco y negro de sus fotografías. Esa mirada sensible y profunda sobre la realidad también está en las imágenes que construye Bárbara en sus versos: «Veo a una niña en la plaza / donde van los jubilados a jugar al azar / Lleva una falda azul y el pelo tomado en la nuca / Oscurece / Tañen las campanas de la iglesia / El odio remonta sus cicatrices / hasta hacernos morder el polvo / hasta yacer sobre la acera con las rodillas descubiertas / Las campanas repiquetean para decir que no hay perdón».

Hay dos fotos tomadas por Lola que retratan a su nieta en la adolescencia: en una aparece con una toalla en el pelo, sujetándolo hacia arriba como un turbante, de frente a la cámara, y sus ojos claros con la mirada fija hacia un punto en el cielo. En la otra, Bárbara está acostada, con la cabeza apoyada en un cojín, de lado. La mirada nuevamente rehúye la cámara, mirada perdida y serena. El pelo esparcido en la cama, con la libertad que ella siempre buscó. «Estoy libre», le diría a Pedro Lemebel cuando este le preguntó por ataduras sentimentales. «Al fin estoy libre.» Pensar en estas imágenes: infinitamente libre, con la mirada puesta en el horizonte.

«Somos dos contra ocho poetas hombres que sólo han citado a poetas hombres. La contienda es desigual.»

Siendo adolescente viaja a México, donde viven el exilio su padre y abuelos. En 1975 conoce a Roberto Bolaño y participa del grupo Infrarrealistas, liderado por el chileno y el poeta Mario Santiago. Se reúnen a discutir sus trabajos literarios y de la realidad en América Latina. También leen a otros autores con una mirada crítica y muchas veces sarcástica.

Con apenas diecisiete años publica México-Santiago (1979). Un libro pequeño y artesanal impreso en mimeógrafo, realizado en conjunto con su amigo el pintor mexicano Marcos Limenes, donde poemas e imágenes dan vida al que sería su primer e inencontrable texto.

De vuelta en Santiago, entra a estudiar Letras Hispanoamericanas en la Universidad de Chile. Y, siguiendo la tradición familiar heredada de sus abuelos, tempranamente siente afinidad
con la ideología comunista, pero con una mirada reflexiva y crítica, que con el tiempo la llevaría a alejarse de todo partidismo.

En 1976 se forma la Unión de Escritores Jóvenes (UEJ), presidida por Ricardo Willson, y cuyo objetivo era agruparse en torno al quehacer literario. Tuvo filiales en varias regiones de Chile. En Santiago, Bárbara participó en esta entidad junto a Gregory Cohen, Armando Rubio, Erick Pohlhammer, Antonio Gil y Alex Walte, entre otros, formando el taller literario La Botica, que funcionaba en la farmacia de Walte. Como colectivo, crearon un boletín e incluso hubo espacio para ciertas labores gremiales, llamados a concursos y la publicación de la revista Pazquín. Bajo el sello Ediciones Nueva Universidad (PUC) aparece la antología Poesía en el camino, que recoge las lecturas de estos poetas en las Jornadas Poéticas, cuatro encuentros organizados por la UEJ para que la juventud pudiera tener una visión más clara del panorama literario de entonces. Bárbara se sumó con su poema «Te quedaste allí», del que se desprenden estos versos: «Y yo / reinventando los colores / para que me pintes tu paisaje /para que me digas de qué color es la tierra / qué formas tiene la muerte». Fueron tiempos duros de represión, y si bien el contexto político permeaba su escritura en esos años –acaso como un medio posible de resistencia–, Bárbara no abandonaba la poesía como compromiso primeramente con el lenguaje. En sus poemas destaca un interés genuino por la forma, una búsqueda estética incesante, que hace que su poesía recorra diversos formatos:

Quieren ponernos las cosas difíciles
(te dije
Considerando que las palabras ya no designan
Objetos ni situaciones
Sino relaciones lingüísticas
Dejándonos sin fruto sin sombra
En este infame terruño de las representaciones

Con esto rebate la crítica que hizo Enrique Lihn a los poetas de su generación durante el Encuentro de Arte Joven en octubre de 1979: los acusó de que la poesía joven «se comprometía con la realidad, pero no con la poesía».

En 1982 se va a México nuevamente. Su familia está preocupada, ha sido detenida un par de veces y temen por ella. Desde ese año hasta su regreso en 1987, seguirá conectada con Chile por esporádicos viajes. Esta distancia no la mantuvo alejada de la vida literaria nacional: apareció en diversas antologías, poemas que luego darían cuerpo a su segundo libro, El rumor de la niebla (1984), edición bilingüe en español y francés, publicada en Canadá. El libro está compuesto por cuatro partes que se mueven por sus temas recurrentes: la muerte, la familia, el viaje.

Baño de mujeres

«Yo mujer, la malparida, de todos tus amores la más desgraciada, la más fiera de tu calaña, sola yo salgo con mi pedazo, con mi labio hambriento, de mala yerba mi lengua en tu lengua escarnecida, para ahora sí soñar que nos perdonaban a todas, y que la esquina era mía, y que la plata era mía, y que todo el tiempo íbamos a ser reinas.» La voz es de Bárbara Délano y la grabación es de septiembre de 1989 en el Primer Encuentro de Poesía Chilena en la SECH (Sociedad de Escritores de Chile). También participan en la lectura Armando Uribe, José Ángel Cuevas, Cecilia Casanova, Naín Nómez, Alejandra Basualto, entre otros. Esta grabación refleja bien su carácter: segura de sí misma, apropiándose de las palabras y del silencio. Recorre los versos modulando con claridad, determinación y fuerza, sin restarle dulzura a la voz.

Los versos pertenecen a un proyecto que llamó «Baño de mujeres», que comenzó a fines de los 80 y que fueron publicados póstumamente con sus otros libros, cerca de diez años después. Con este texto postuló al primer taller de poesía que dictó la Fundación Neruda en 1988, a cargo de Jaime Quezada y Floridor Pérez:

EN EL TEMOR DE DIOS CRIADAS MALDECIDAS /
ORILLADOS NUESTROS CUERPOS /
DIENTES ROMOS /
LLAMEANTES DE LUJURIA NUESTRAS MEJILLAS /
EXPUESTAS LAS CAVIDADES AL CRIMEN

NOSOTRAS LAS QUE FUIMOS VIOLADAS

Una foto del archivo de la Fundación la muestra junto a algunos integrantes, todos hombres, entre ellos Sergio Parra, Carlos Decap y Andrés Morales, sentados en distintos peldaños de la escalera de La Chascona. Ella viste una blusa blanca, tiene las manos apoyadas sobre las rodillas y mira directamente a la cámara, con naturalidad y encanto, «el cielo iluminado de sus ojos», diría Lemebel después en una columna recordando un encuentro en el bar Cinzano en Valparaíso.

Pero Bárbara no era la única mujer de esta primera generación, la acompañaba Malú Urriola, con quien tendría una profunda complicidad. Urriola recuerda las palabras que Bárbara le dijo en una de las tantas veces que fueron al bar Galindo en Bellavista, para continuar la tertulia: «Somos dos contra ocho poetas hombres que sólo han citado a poetas hombres. La contienda es desigual». Entonces llenaron sus copas y brindaron por la misoginia del Chilito lindo.

Un año antes, había regresado a Chile a trabajar en el Centro de Estudios de la Mujer después de graduarse con honores de Sociología en la UNAM. Ese año se realizó en Santiago el primer Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, toda una hazaña en el contexto político local: escritoras alzaban la voz y convocaban a otras a discutir sobre feminismo y crítica cultural en un Chile aún en dictadura y profundamente conservador y patriarcal. Con Diamela Eltit, Carmen Berenguer y Nelly Richards coordinando el encuentro, marcaron la senda de las escritoras más jóvenes. Este congreso seguramente potenció la mirada feminista (y no ya femenina) en la escritura de Bárbara Délano.

«Baño de mujeres» es producto de este hecho, y marca un paréntesis en su obra, pues se aleja de su fijación recurrente con la muerte. Junto a otras poetas escribían tomando la posta que dejó Mistral con su «todas íbamos a ser reinas», para cuestionar su vigencia y subvertirlo. El cuarto propio de Virginia Woolf ya no es suficiente; sobre todo porque no todas tienen la posibilidad de tener uno. Por eso es tan interesante la figura del «Baño de mujeres» que plantea Délano en sus versos –aunque arrastre las marcas de un proyecto inconcluso–, pues en ellos hay una construcción tremendamente disruptiva sobre el cuerpo de la mujer y los espacios que ocupa.

«Yo mujer, la malparida, de todos tus amores la más desgraciada, la más fiera de tu calaña, sola yo salgo con mi pedazo, con mi labio hambriento…»

Los versos están escritos en mayúsculas, como una declaración de principios que desarticula la jerarquía de las letras. Versos como «ROUGE EN MANO / ANDO RAYANDO MI DESATINO» o «ESCRIBO EN LAS LETRINAS DE TU DESENCANTO» o «LA QUE SEN VENDIÓ POR AMOR Y QUEBRADA / ESCRIBIÓ SU NOMBRE CON SANGRE MENSTRUAL».

Una escritura que tiene su resguardo en el anonimato y en la cofradía de lo colectivo. Escritura íntima y visceral. El baño de mujeres como resquicio, espacio demarcado y exclusivo. Aunque parezca ridícula la comparación, en esa misma época el cantante mexicano Manuel Mijares ganaba discos de oro con su disco Un hombre normal, cuyo single llamado coincidentemente «Baño de mujeres» sonó en radios hasta el hartazgo. La canción configura este espacio como un lugar donde las mujeres van a contar chismes sobre los hombres –sobre él, especialmente– para arruinar su reputación. El baño de Mijares es un ejemplo más de la construcción de un imaginario impuesto y estereotipado.

Abandonaría la mirada con perspectiva de género en su poesía, pero no en su trabajo. En el CEM realizó una investigación pionera sobre el acoso sexual a las mujeres en el ámbito laboral en conjunto con Rosalba Tadaro, la que se publica en 1993 con el título Asedio sexual en el trabajo y deja al descubierto la realidad de muchas mujeres en nuestro país. Esta publicación logra la atención de la prensa cuando al año siguiente el animador de televisión Don Francisco es denunciado públicamente por acoso sexual.

Playas de fuego

Al departamento de Bárbara en Colonia Condesa, en el DF, llegaron su madre y su hermana Viviana para disponer de sus cosas después del accidente. María Luisa Azócar recuerda las cúpulas de la Iglesia de Santa Rosa de Lima asomando por la ventana, y la perplejidad y el dolor en que se debatían.

En su computador encontraron innumerables archivos de proyectos poéticos incompletos. Un trabajo de escritura riguroso que abarcaba los seis últimos años de su vida. Su madre y las poetas Teresa Calderón y María Luz Moraga seleccionaron y configuraron el libro póstumo Playas de fuego. Si bien el título es el original, la selección fue decisión de ellas tres, tratando de seguir la escritura y de interpretar su sentido más profundo. El poemario fue publicado por Dolmen en 1998; en la portada su título está entre paréntesis para dar cuenta del carácter inconcluso de la obra. La presentación se realizó en la Feria del Libro de Santiago y estuvo a cargo de Poli Délano y del poeta Cisneros, lo que le dio un carácter conmovedor.

Sus obras completas aparecieron en 2006 con el nombre de Cuadernos de Bárbara (Galinost), en una edición bastante descuidada, que además resulta difícil de encontrar. Playas de fuego (Alquimia) se reeditó en 2017, poniendo su obra en circulación nuevamente. Voz única de la generación postgolpe en Chile que parece no querer acallarse en el mar, poesía de una madurez implacable, los primeros versos de su último libro
dan cuenta de ello:

He regresado para sentarme
como una vieja se sienta a la orilla de las
lamentaciones
y hunde sus dientes contra una piedra
para no hablar
para no hablar ya más
y dejar que el mar susurre su voz de nieve
ardiente.

Porque en su ir y venir el mar no cesa, y no olvida. Porque, como decía Bárbara, «olvidar fue morir».