lunes, 4 de abril de 2011

Cierro los ojos


Félix Ignacio Gálvez Cerpa

Mi padre

Cierro los ojos muy fuerte y busco con ansia la oscuridad completa. No lo logro. Lo intento apretando las palmas de las manos contra los párpados, pero es inútil. Siempre vuela alguna luz o alguna estrella luminosa entre los ojos y los párpados, siempre aparece algún brillo violeta que parpadea y no cesa.

Busco la oscuridad completa para imaginar qué podría ver mi padre encerrado en una urna de madera que se oculta bajo tierra. ¿Será que él también puede ver luces y estrellas luminosas en su viaje a través del túnel que describen algunos? ¿Ya habrá desembocado en el cielo?, aquel que nos enseñaron cuando niños y en el que todos son felices y están a la diestra de Dios. Cómo me gustaría ahora creer en ese cielo y en ese Dios. Sería un consuelo para no seguir pensando que ya no está mi padre conmigo, o mejor dicho, nuestro padre con nosotros. Sería un consuelo saber que está en un mundo mejor después de una vida de trabajo y de tres meses de agonía.

Mi padre, Félix Ignacio Gálvez Cerpa, hijo de Zócimo y de Eloisa, nació en Tinguiriríca, uno de los tantos destinos de mi abuelo, calderero y mantenedor de la maquinaria del campo. Vivió su niñez en la calle Dolores, en pleno barrio Pila. Aprendió el oficio de tapicero, con el cual se gano el sustento toda su vida. En ese oficio, aprendido de antiguos maestros españoles y de Moisés Machiavello, llegó a ser uno de los mejores. Mi padre contaba con orgullo que le había tapizado muebles a una descendiente de Arturo Prat, al escritor Benjamín Subercaseux, entre tantos otros, o que había trabajado con los hermanos Marcelo y Horacio Montero, verdaderos personajes de un Chile ya olvidado, o con Miguel Teitelboim, quién fue dueño de un taller de muebles.

Mi padre fue muy aficionado a la música, sobre todo al tango. Él y sus hermanas, Rebeca e Isabel, cantaban muy bien. Rebeca Gálvez cantó de forma profesional durante muchos años con el seudónimo de Dolores Santelmo. Esta tía mía fue uno de los orgullos de mi padre.

Se casó y tuvo ocho hijos. Soy el mayor de ellos y, según dicen los familiares, el que más se le parece. Yo también lo creo. Tengo muchas herencias suyas, buenas y malas. Los genes que nos trasmiten los padres no podemos disociarlos ni seleccionarlos. Tampoco lo pueden hacer nuestros hijos, que cargan con rencores y amores y con toda la herencia de nuestra naturaleza.

Me veo en él cuando disfruto de la música o cuando me conmueve un poema, cuando me emociona una película o cuando me disgusta alguna injusticia. Quizá la herencia más marcada que me dejó es el afecto por la literatura. No recuerdo que algún día escribiera una línea, pero era un consumado contador de historias, siempre inventadas por él y, muchas veces, las iba inventando a medida que continuaba el relato. Ahora pienso que fue un adelantado a lo que ahora llaman cuentacuentos o “literatura oral”.

Cierro los ojos muy fuerte y busco la oscuridad completa. No lo logro. Sólo logro ver la figura de mi padre. Lo veo alegre, sano, joven. Lo veo hablando y riendo con sus amigos, esos de tantos años y que también se fueron. Lo veo con el Lulo, con el Chico Mario, con Cañitas y Juanito el Zurdo; lo veo hablar con su compadre Machiavello; discute de política con el compadre Zambrano, con Don Martín y Gerardo; habla de fútbol con el Teo, con el Guatón Sergio y el Bustos. Lo veo martillando al terminar la tarde, silbando un tango, o escuchando a Charlo, a Fiore o al Polaco. Me remonto en el tiempo y veo a mi padre con sus sobrinos, Salvador y Manuel Jerez Gálvez, van en una antigua camioneta Ford a repartir carne por Maipú, Peñaflor o Malloco. Llevan prisa porque por la noche, en El Rosedal, van a oír cantar a Dolores Santelmo.

Cuando camino por las calles y veo un hombre mayor pienso en mi padre. Imagino que todos los que han perdido al padre piensan lo mismo, ¿por qué él y no este señor, que parece tener la misma edad? Entonces cierro los ojos y lo veo. Lo veo caminando por la calle, con paso seguro y con prisa. Lo veo llegando a casa, en la calle Marinero Pedro Aros, viene acompañado del Chéfalo, -mi guardaespaldas, -decía mi padre. Lo veo en la calle San Ignacio saliendo de la industria, con su infaltable bolso que se fabricaba él mismo. Lo veo aparecer por Paseo Gronhert para llegar a su casa en la población Villa Sur. Recuerdo algún día sábado en que lo acompañaba a hacer alguna compra al centro de la ciudad, cuando luego, después de los deberes, pasábamos a alguna fuente de soda de la calle Bandera a comer un completo o un sándwich acompañado de algún refresco. Ese bocado me sabía a gloria, como el té en choquero y un pan con queso que comíamos por la tarde cuando trabajé con él en la fábrica.

Sería un inmenso sofisma decir que mi padre murió de muerte natural o por causa de alguna incurable enfermedad. También sería un engaño y un oprobio a mi padre no declarar la verdad. Además, ante tanta desidia, no quiero ni puedo cerrar los ojos. En estricto rigor debo decir que a mi padre lo mataron en la UTI y en la sala de “Agudos” del Hospital Barros Luco – Trudeau. A mediados del año pasado le detectaron un incipiente cáncer de colon. Fue el detonante de su tortura. El doctor Ernesto Schultz Fernández, médico cirujano del Hospital Barros Luco – Trudeau lo convenció de que tenía que someterse a una intervención, -si no, la caca le saldrá por la boca, -le dijo. En tono más conciliador, agregó: -Es una operación muy simple, con no más de once días de hospital.

Era el mismo médico que dos semanas antes había convencido a mi padre de que no debía operarse. –Yo, a su edad, no me operaría, -le había dicho, -además, este cáncer se desarrollará como poco en dos años más. No sería aventurado decir, por su comportamiento, que ese médico es un lunático o un bipolar. A mi padre lo operó el doctor Schultz, el mismo que en una página de información médica publicada en la Red, dice y avala que: “Del análisis multivariable se determina que sólo la contaminación con deposiciones tiene valor como factor predictivo que sea dependiente de la técnica quirúrgica; el resto de las variables están relacionadas con comorbilidad del paciente y tipo de resecciones a desarrollar.”

Este cirujano, que en otra página de la Red dice que el índice de mortalidad en una operación como esta es del 1.1%, el mismo que analiza rigurosamente las multivariables, falló precisamente en esa, en la contaminación. Falló en su técnica quirúrgica. La unión de los intestinos quedó drenando, se le declaró una septisemia y a mi padre lo intervinieron dos veces más para hacerle un aseo quirúrgico de urgencia, evidentemente por otro equipo de cirujanos, mientras el doctor Schultz, urgentemente, se iba de vacaciones. Los once días de hospital se convirtieron en tres meses de calvario. Quizá todas estas estadísticas y porcentajes sólo sirvan para las clínicas privadas, donde también atiende el doctor Schultz.

Después de la intervención lo internaron en la UTI. Ahí prosiguió el sufrimiento. En ese lugar se contagió de otras enfermedades, entre ellas de neumonía. Se le complicó la respiración a causa de ello y, para ahorrarse el trabajo de aspirarle las flemas y la complejidad de la ventilación a causa de su nuevo estado, le hicieron una traqueotomía. En esa unidad se le complicaron los riñones y se le debilitó el corazón. Una de las tantas veces que lograron rescatarlo de una neumonía, lo enviaron a la sala de Agudos. Ahí fue aún peor. En la hora de visita diaria, mis hermanas lo encontraron varias veces mojado, sucio con sus propias deposiciones, con dificultades para respirar sin que nadie lo atendiera. Ante las quejas, comenzaron las brillantes explicaciones médicas. –Es que su padre está pagando su afición al cigarrillo, -dijo uno. Mi padre no fumó jamás en toda su vida. –Es que es un paciente de edad avanzada, -dijo otro. Es verdad, mi padre tenía 85 años, pero, independiente del asomo de cáncer de colon, tenía todos sus órganos en perfecto estado y, además, tenía un antecedente genético, mi abuela, su madre, murió con 106 años y era la persona más lúcida y sana que he conocido. Por otra parte, lo que no entendía el médico, y es su especialidad, es que mi padre no podía sanar si no le limpiaban sus meados y sus deposiciones. Cosas de médicos.

La última batalla fue aún más desastrosa. Quisieron hacerle una nueva operación para alimentarlo a través de un tubo conectado al estómago y así poder enviarlo a casa. Otra vez los médicos intentaban ahorrarse trabajo y responsabilidades. Nos negamos a ello. Mi padre entró al hospital caminando, con todos sus órganos en buen estado. El día que se internó, se levantó temprano, se duchó y preparó su desayuno. Eso no hubiese sido posible si hubiese sido un anciano inútil, como nos pretendían hacer creer los médicos. Ahora estaba postrado, respirando apenas, sin poder moverse, sin poder comer y sin poder hablar.

Mi padre murió el 23 de marzo de 2011. Nos avisaron del hospital media hora después que hubiésemos abandonado la sala de Agudos por fin de la hora de visita, una hora después de que nos informaran que sus constantes estaban bien. Volvimos al hospital. Esta vez ya no había restricciones para entrar a verlo. El médico que nos atendió nos dio su informe. Había fallecido por una falla pulmonar. Le hice saber que las neumonías las había cogido en el hospital, que su muerte era por infecciones intrahospitalarias. Con una mirada desafiante, simplemente me respondió: -Si.

Mientras mi padre yacía muerto en su cama de hospital, pudimos entrar varias veces a la sala. Esta vez el asombro tuvo tintes de horror. Nos dimos cuenta cómo tratan a los enfermos en las horas que no están sus familiares. Un paciente pedía agua, vi una enfermera intentando, de cierta distancia, acertar en la boca del paciente con un chorrito de agua que le lanzaba con una jeringa. Escuché a otra insultar a gritos a un enfermo que se quejaba de dolor. Presenciamos situaciones que denigran la condición humana. Esas personas, contratadas para cuidar enfermos, pagadas con el dinero de nuestros impuestos, pensarían que los pacientes, aunque fueran de edad avanzada, piensan, sienten, aman, sufren, tienen dignidad y tienen familia. Eso sucedía en la sala de Agudos del Hospital Barros Luco – Trudeau, el día 23 de marzo de 2011, la tarde en que murió mi padre. Me pregunto, ¿Cuántas veces harían lo mismo con él? Me desespera la respuesta.

Me agradaría que el cirujano que lo operó, que los jefes de servicios de las salas de Agudo y de la UTI tuvieran un poco de ética y dignidad, aunque fuera de esa falsa dignidad y altanería con que se dirigen a los familiares de los pacientes. Me gustaría que se explicaran, que me contradijeran. Es más, aceptaría gustoso que se querellaran judicialmente por este testimonio. Así tendría la oportunidad de documentar y explicar esto ante un juez. Pero se que no lo harán, precisamente por falta de dignidad y de ética.

Cierro los ojos con ira e impotencia y quisiera ver postrados en una cama de hospital público a todos aquellos que trabajan en él. Quisiera verlos recibiendo la misma atención que ellos proporcionan a los enfermos. Pero es inútil, los médicos y los enfermeros no acuden a la salud pública. Sin embargo, quisiera darles un simple recado a los poderes políticos y fácticos de este país:

Señores de la TV: no hagan reportajes para demostrar que cualquiera con un delantal blanco puede entrar a los recintos hospitalarios. Háganlo para mostrar cómo tratan a los enfermos en la sala Agudos del Hospital Barros Luco – Trudeau. Pregunten por qué en esas salas, en las que se pretende tratar a los enfermos graves, se concentra el máximo de virus e infecciones de todo el hospital. Pregunten cuál es el índice de mortalidad en esa repartición. Pregunten quién controla a los/as enfermeras en el trato a los pacientes.

Señor Jaime Mañalich, Ministro de Salud: A veces pienso que, igual como no reparan las carreteras para obligar al usuario a usar las autopistas concesionadas, del mismo modo no se mejora la salud pública, para obligar al usuario a recurrir a la medicina privada. Señor Ministro, el caso de mi padre está denunciado por escrito en la dirección de todas las reparticiones correspondientes, incluso en una página de denuncias de Internet hay una queja firmada por mi hermana. Aunque todos nos encontraron la razón, nadie hizo nada. Una vez lo escuché decir que hay que denunciar lo que no funciona. Señor Ministro, creo que lo suyo fueron palabras la viento. La evidencia me hace creer que usted ignora que los médicos de ese hospital incumplen el más mínimo deber para con el paciente, que es el de informar de su estado a los familiares. Usted ignora, señor Ministro, que a los pacientes les roban todas sus pertenencias, las mismas que en un listado solicitan los enfermeros para ellos. Enseres y complementos que deberían estar en el stock del hospital. Sabe usted, señor Ministro, que la sala de Agudos del Hospital Barros Luco – Trudeau es atendida sólo por estudiantes de medicina. Creo que usted ignora muchas cosas, señor Ministro, y si las conoce y calla, peor es su culpa. Ignorarlas ya es una falta, conocerlas y callarlas, agrava la falta.

Señor Presidente Sebastián Piñera: Usted hizo promesas electorales. Entre ellas solucionar el problema de la deficiente atención en la salud pública. Lo vi y lo escuché en un debate televisado. Mi padre murió porque usted aún no cumple sus promesas y mientras más tarde en cumplirlas, otras personas morirán por su tardanza. Es cierto que para mi padre usted no era el candidato de su elección, pero, en reiterada ocasiones, usted ha dicho que es el presidente de todos los chilenos. Por favor, señor presidente: demuéstrelo.

Espero que algún mensajero sensible, anónimo o público, pueda dar este recado a sus destinatarios.

Cierro los ojos muy fuerte y veo lo que no quería ver. Veo a mi padre muerto. Es muy desgarrador tener que verlo así. Como cualquier ser humano, tenía que morir. Podía haber muerto varios años atrás, de cualquier enfermedad o accidente, son cosas que pasan todos los días. Es verdad que llegó a una edad avanzada. Es verdad que no todas las personas llegan a conocer a sus nietos y biznietos, como sucedió con mi padre. Es verdad que le descubrieron una enfermedad grave y mortal si no se atiende a tiempo, pero no murió por esa enfermedad. Murió por la desidia de seres inhumanos, indolentes y negligentes. Murió después de tres meses de tortura en la sala de un hospital público.