jueves, 18 de octubre de 2012

Recuerdos de Valparaíso. José Carlos Rovira



            Yo les quiero contar lo que he observado/ para que nos vayamos conociendo/ el habitante encadenó las calles; /la lluvia destiñó las escaleras,/ un manto de tristeza fue cubriendo/ los cerros con sus calles y sus niños...!, sonaba precisamente esta canción como música ambiental en este portentoso "Bar Cinzano", en la Plaza Aníbal Pinto, con su fuente de Neptuno delante, que descubrí en el último viaje. Mis acompañantes, Nelson sobre todo, cerraban los ojos mientras cantaban casi "de profundis" el vals "Valparaíso", que compuso el gitano Rodríguez hace muchos años, en el 68, antes de exilios, regresos desafortunados y muerte silenciosa en Italia allá por 1996.
            He regresado esta vez a Valparaíso a buscar pulsos literarios de una ciudad de las que están tan repletas de literatura que dudo que sea posible ninguna síntesis. Nos perderemos en la literatura y en la misma ciudad, Patrimonio Cultural de la Humanidad y puerto esencial del Pacífico. Nos perderemos desde el primer día en el que querré, como siempre, iniciar la visita a la ciudad por los cerros, los cuarenta y cinco accidentes montañosos que la dotan de una fisonomía extraña, de escaleras y pequeños funiculares (que ellos llaman ascensores), de descenso progresivo a un mar que baña uno de los puertos americanos históricamente más importantes.
            Los habitantes de Valparaíso, como los de Buenos Aires, se llaman también porteños y la ciudad, marítima y deteriorada, despierta en los cerros esta mañana de noviembre.
            Valparaíso es lugar nerudiano por excelencia. Aquí tuvo el poeta "La Sebastiana", su tercera casa chilena principal. El Cerro Bellavista, al que subo con el ascensor Espíritu Santo, tiene una de las mejores vistas de la Bahía. Los cinco pisos de la casa del poeta, empinados y difíciles, hacen que recuerdes que en los últimos años ya no podía ocupar su vivienda porteña por sus dificultades físicas. La quinta planta es aquel estudio imponente de vistas, presidido por un gran retrato de Walt Whitmann, donde Neruda escribió "La casa en la altura" o aquel fragmento de "Cuándo de Chile" donde dice: y el viento que derriba/ la última ola de Valparaíso/ me golpea en el pecho/ con un ruido quebrado/ como si allí tuviera/ mi corazón una ventana rota. Desciendo al centro y al puerto paseando lugares nerudianos. Ya no está en la esquina de O'Higgins y Melgarejo el Bar Alemán, que Neruda frecuentaba con amigas y amigos y en el que creó en 1961 el Club de la Bota -una gran jarra de cerveza en cerámica adornada era su símbolo- con sus cófrades, bautizados como botarates. Sara Vial acaba de publicar un bello libro sobre aquella peripecia y aquellos años. El camino nos lleva ahora al puerto, al Muelle Prat, y en él mi acompañante busca un pequeño recuerdo de la peripecia del Winnipeg, el barco que armó Neruda en nombre del gobierno chileno, para transportar desde Francia a más de dos mil españoles a Chile en 1939 tras la guerra.
            La historia, que ha contado muy bien Diego Carcedo en su libro reciente, me es evocada por Julio Gálvez Barraza, un nerudista imprescindible por su libro Neruda y España, en una comida frente al mar, necesariamente en el restaurante Bote Salvavidas, donde las machas al parmesano y el caldillo de congrio permiten seguir evocando al poeta.