martes, 2 de diciembre de 2014

Libros

El Winnipeg y los viajes de ida y vuelta entre Chile y España

Julio Gálvez Barraza (Publicado en El Heraldo de Madrid)
Por allá por 1976 me toco ir, como tantas veces, a renovar mi permiso de residencia al cuartel de policía de Castelldefels, el pueblo en el que vivía entonces. En ese tiempo aun existía el Ministerio de Gobernación y uno de sus últimos titulares fue Manuel Fraga Iribarne. Al existir convenios de reciprocidad entre España y casi toda América de habla hispana, a las autoridades de Gobernación se les hacía difícil negar los permisos de residencia y de trabajo a los inmigrantes sudamericanos. Fue entonces que los funcionarios de policía, encargados de las regularizaciones, recibieron ordenes de las “alturas” para poner toda clase de trabas administrativas a la regularización de la estadía de los emigrantes sudamericanos en España.
Al llegar a la ventanilla correspondiente, en el cuartel de policía, después de hacer una larga fila, me entregaron distintos formularios que debía cumplimentar y el uniformado, además, me entregó un pequeño frasco de laboratorio.
-Es para hacer pipi, -le pregunté con asombro y con bastante molestia.
-No, -me dijo el funcionario con una sonrisa sarcástica, y agregó: -caquita.
Mi molestia se convirtió de inmediato en indignación. Con el orgullo muy herido, me olvidé del temor que todavía en esos años sentían los españoles por esos uniformes, tiré el frasquito al suelo, di media vuelta y me fui. Antes de salir del cuartel policial ya había roto en pedazos los formularios que componían el legajo de la solicitud. En la puerta, y en voz alta, para que me escucharan bien, le decía a mi acompañante:
-¡Los españoles en el año 39, llegaron a mi país con una mano atrás y otra delante y al día siguiente de llegar, ya tenían casa y trabajo!
Mi compañera, con cierto temor, no dejaba de tirarme la manga y hacerme callar. El policía que estaba de guardia ni siquiera me miró e hizo como que no veía los trozos de papeles que yo iba soltando a medida que salía del cuartel.
Días después, me enteré de que ese formulismo, el de pedir una muestra de “caquita” para supuestamente hacer un examen, era legal y estaba destinado a frenar a ciertos emigrantes africanos de los que las autoridades sanitarias del Gobierno de la época desconfiaban. Durante la administración de Fraga en el Ministerio de Gobernación, los funcionarios usaron tan escatológica medida con el fin de poner más obstáculos al otorgamiento de permisos de residencia a los exiliados del cono sur, que generalmente huían de represivas dictaduras militares.
Sin embargo, me quedó dando vueltas esa frase que tan rápidamente usé como dardo arrojadizo para demostrar mi ira. Sería cierto que los españoles que arribaron a Chile en 1939 tuvieron casa y trabajo al otro día de su llegada. Comencé entonces a leer y a coleccionar todo lo que encontré referente al exilio republicano español en Chile. Este era un hecho muy relacionado con el poeta Pablo Neruda y no me fue difícil seguir la historia. A Neruda lo leía desde mis años de escuela, por tanto ni su poesía, ni sus memorias me resultaban ajenas.
Algunos años después de terminar la dictadura de Pinochet, volví a mi país. Con la suave apertura que permitía la recobrada democracia, conseguí en Chile nuevos textos y artículos sobre Neruda que incrementaron los que ya acumulaba. Supe entonces que en Santiago, en el año 1989, se había conmemorado el aniversario número cincuenta de la llegada del Winnipeg a Chile. Recuerdo que con un indisimulado entusiasmo logré reunir todos los recortes de prensa que hablaban de tal acontecimiento, sin imaginar entonces que con el tiempo, cada 3 de septiembre, participaría activamente en la celebración de esos aniversarios, incluidos algunos de ellos en España.
Siempre eché en falta, en las más importantes biografías nerudianas, aquella travesía impulsada por el poeta. En la biografía de Margarita Aguirre, su amiga y secretaria por muchos años, el tema se toca en media página. En la monumental biografía de Volodia Teitelboim, uno de sus más íntimos amigos, el tema del Winnipeg se toca en dos páginas. Un buen día, un querido amigo, profesor de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Chile, me invitó a un ciclo de charlas sobre el exilio español. Al escuchar a los distintos ponentes, me di cuenta de que todavía era una materia poco estudiada y que los ponentes sabían menos que yo.
Recién entonces, al asumir estas carencias en las biografías del poeta y al darme cuenta de que mis archivos eran cualitativa y cuantitativamente importantes, es cuando pensé que ya tenía suficiente material para escribir un libro sólo dedicado al viaje del Winnipeg. En mi libro “Neruda y España” tocaba el tema sólo en un capítulo y evidentemente que esa tremenda epopeya, más los archivos que hasta ese entonces tenía, daban para mucho más que eso. Me dispuse y comencé la tarea. Me encontraba en medio de la escritura del texto, ya con la estructura y los capítulos definidos, cuando recibí un duro golpe. Un amigo me envió desde España el libro sobre el Winnipeg que había escrito el periodista Diego Carcedo.
Recuerdo que pasé un buen tiempo deprimido. Años de investigación y de coleccionar testimonios y artículos al respecto se iban al tacho de la basura. Lo peor, es que la historia que contaba el autor no carecía de errores históricos y mantenía ciertos mitos que yo, en mis estudios y con mis testimonios, ya había superado. Sin embargo, “Neruda y el barco de la esperanza” se presentó como una novela, género que no tiene por qué ser una historia verídica, ni menos tener en su argumento la rigurosidad de la no ficción.
En septiembre del año 2009 se cumplieron setenta años de la llegada del Winnipeg a Chile. Recuerdo que se prepararon diversas actividades para conmemorar el aniversario. Participé en varias de ellas y tuve la suerte de que me invitaran a ser uno de los expositores en el acto central de dichas celebraciones. Tuvo lugar en la sede del Gobierno chileno, la Casa de La Moneda. En ese acto, la Presidenta Michelle Bachelet reconoció y agradeció el aporte que habían hecho al país aquellos republicanos españoles que salieron al exilio forzado y se instalaron en Chile, donde pudieron continuar sus vidas.
Ese día, al salir del Palacio de La Moneda, volví a creer que era necesario un texto definitivo sobre la odisea del Winnipeg y que además expusiera el aporte de esos inmigrados al país de acogida. Ese convencimiento, seguramente me lo dio la misma exposición que hice en ese acto. Expuse sobre el aporte a Chile del exilio republicano. En esa intervención, cité una frase de Neruda al terminar su labor como Cónsul Encargado de la Inmigración Española en Chile. El poeta dijo en esa oportunidad: “…no creo que la emigración española en América pueda terminar nunca, puesto que no es sino una corriente natural de la raza española hacia países hermanos”.
El tiempo ha dado la razón al poeta-profeta. Yo comencé un estudio cuando las autoridades españolas ponían toda clase de trabas para la inmigración sudamericana, pero también en un tiempo en que la juventud que nació en los años setenta y ochenta había olvidado que en su país hubo una guerra, hubo hambre y hubo exilio. Una gran parte de esa juventud nació en el bienestar y miraba en menos a los emigrantes que se asilaban en su país. Quería mostrarles mi libro con esa historia, su historia, y decirles que los exilio entre España y América son cíclicos, que un día, otra vez dará vuelta la tortilla. No tuve tiempo. Hoy, cuando presento mi libro, cientos de españoles viajan a América para rehacer sus vidas y en general, sé que son tan bien recibidos como lo fueron los republicanos en 1939.
He dedicado muchos años a la investigación del exilio republicano español en Chile. Y sé que llegaron exiliados de ambos bandos. Varios partidarios de Franco, que estaban refugiados en la Embajada chilena en Madrid, también fueron recibidos con cariño en el país de Neruda. Estos años de investigación, y los que viví en España, han enriquecido mi vida. En este largo trayecto he conocido personas extraordinarias, hombres que defendieron la República durante la guerra civil y defendieron la democracia y la justicia durante toda su vida. Aun hoy tengo maravillosos amigos que viajaron en aquel esperanzador viaje del Winnipeg. Por ellos y por los testimonios de la época, puedo afirmar con rotundidad lo que tan alegremente aseveré hace ya tantos años en el cuartel de la policía de Castelldefels:
-¡Los españoles en el año 39, llegaron a mi país con una mano atrás y otra delante y al día siguiente de llegar, ya tenían casa y trabajo!

viernes, 19 de septiembre de 2014

Es un honor editar con Renacimiento y que me presente la Cátedra Luis Cernuda. Mi agradecimiento a ellos y a mis amigos de Sevilla.

martes, 2 de septiembre de 2014

Julio Gálvez y Pablo Neruda, por Felipe Servulo


Julio Gálvez es, tal vez, una de las personas que más conoce la vida y obra de Pablo Neruda. Julio llegó a Castelldefels en 1974, aquí vivió fructíferos años entre nosotros y volvió a su Chile natal en 1995. Si no surge ningún imprevisto de última hora, volverá a Castelldefels, ya que viene a presentar su último libro, “Winnipeg. Testimonio de un exilio”, en nuestra tertulia de El Laberinto de Ariadna. Será en el Aula dels Escriptors de la ACEC, en el Ateneu Barcelonès el 8 de septiembre a las 19 horas.
Julio es toda una autoridad en la vida y obra del poeta Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto, más conocido por Pablo Neruda, siendo la odisea del Winnipeg, el pasaje de la vida de Neruda que más tiempo le ha dedicado. Esta singular gesta fue organizada por Pablo Neruda que volvió a Chile en 1937, tras haber sido cónsul desde 1934 en Madrid y en Barcelona; conocía, por tanto, de una forma directa la trágica situación de los republicanos españoles. En 1939, gobernando en Chile el Frente Popular, el presidente Pedro Aguirre Cerda le encargó al poeta la organización del transporte de los exilados españoles. Para ello se le concede a Neruda el título de Cónsul Especial, partiendo hacia Francia junto a su mujer Delia del Carril, a la que sus amigos apodaban “la Hormiga”, debido a su incansable actividad.
El Winnipeg era un viejo carguero de bandera francesa que transportaba las más diversas mercancías desde África a Francia; de alrededor 5.000 toneladas, no solía llevar a más de 70 personas. Por ese motivo se tuvieron que acondicionar sus bodegas para poder dar cobijo a los casi 2.500 refugiados que habían acudido de los más diversos puntos de Francia huyendo de la guerra civil española y temiendo el inminente estallido de la 2ª Guerra Mundial.
Neruda instaló su oficina en la aduana del citado puerto y, desde allí, junto al Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE), citaron a los refugiados que había en los distintos campos de concentración. La convocatoria fue en los días 29, 30 y 31 de julio de 1939 y les indicaban los pasos a seguir para poder acogerse. El 31 de julio Neruda otorgó a los pasajeros el visado que les permitiría embarcar.
El embarque se produjo el día 4 de agosto de 1939, zarpando ese mismo día y según el mismo poeta: “Yo los puse en mi barco. / Era de día y Francia / su vestido de lujo / de cada día aquella vez / fue / la misma claridad de vino y aire / su ropaje de Dios forestal. / Mi navío esperaba / con su remoto nombre / Winnipeg".
Tras diversas peripecias, el miércoles 30 de agosto por fin avistaron tierra chilena y el vapor atracó en el puerto de Arica, en la frontera con el Perú, en donde recibieron las primeras muestras de afecto del pueblo hermano. Continuó viaje a Valparaíso, donde llegó el día 3 de septiembre. Había comenzado para todos ellos una nueva vida gracias a Neruda, que escribió sobre el mar, tal vez, su
mejor poema.
(Julio Gálvez y Pablo Neruda. Felipe Servulo. La Voz de Castelldefels, julio de 2014. p.20)

domingo, 12 de enero de 2014

El exiliado imposíble


            A Rodolfo Ortega era imposible imaginarlo exiliado. Lo fue, sin embargo, y en un libro recién aparecido, editado por sus hijos, se recogen poemas, aforismos y otros escritos suyos, que son como una antología del humor negro y también del sufrimiento de los que salieron obligados de Chile después del golpe militar de 1973. El libro, de circulación familiar, se titula El río ciego del exilio.

                                   Neruda habría hecho de este exilio
                                   una cosa maravillosa.
                                   Neruda murió.
                                   No es maravilloso.

            Conocí a Rodolfo el día de su matrimonio con mi prima Inés. El novio, una especie de gigante, llegó con chaqueta de cuero negro, en motocicleta atronando como un demonio por las calles monacales de San Bernardo. Menos mal que ahora venía por la calzada. Todos recordaban que un año antes se había metido a la plaza en auto y se había puesto a dar vueltas a toda velocidad por la vereda del tradicional paseo vespertino, haciendo sonar la bocina, mientras los paseantes saltaban despavoridos hacia la derecha y hacia la izquierda para salvar sus vidas.
            Las ocurrencias de Rodolfo se convertían en leyenda. Se recuerda de cuando lanzó a una piscina los abrigos de piel y otras elegancias de su madre; en otra ocasión, dicen, lo que lanzó al agua fue un piano. Algunas de sus bromas de niño produjeron efectos peligrosos. Por ejemplo, echó una gran cantidad de bicarbonato a la bacinica que usaba su abuela. Cuando la señora hizo su necesidad, se produjo una reacción química y una verdadera erupción de espuma. La abuela sufrió un soponcio.

                                   Soy un chileno, vivo en México
                                   en la calle Poussin
                                   entre Patriotismo y Revolución.
                                   Estoy completamente jodido.

            Locamente aficionado a los motores y a la aviación, fue dueño de un pequeño avión desde muy joven. En una ocasión lo usó para lanzar en vuelo rasante, sobre San Bernardo, una catarata de rollos de papel toillette.
            Era hijo de Abraham Ortega, quien como Ministro de Relaciones Exteriores del Gobierno del Frente Popular, con don Pedro Aguirre Cerda, influyó decisivamente en la decisión de acoger a los republicanos españoles. Fue él quien envió a Neruda con la misión de fletar un barco (el legendario Winnipeg), para traerlos a Chile.
            Abraham Ortega fue radical y masón. Rodolfo fue socialista y masón. Supongo que a Salvador Allende lo conoció en casa de su padre. Se convirtió en su amigo entrañable e incondicional. Junto con Osvaldo Puccio constituyó el primer GAP y acompañó a Allende en todas sus campañas. Acompañó es poco decir: además lo acarreó en su avión y en un viejo pero indestructible Ford que acumuló cientos de miles de kilómetros por los caminos polvorientos de Chile.

                                   Si tuviéramos la agresividad
                                   de los choferes mexicanos, ya
                                   no habría dictaduras fascistas.

            Yo no fui amigo suyo, pero cada vez que lo encontré, a lo largo de los años, fue cordial, amistoso y gracioso. Solíamos hablar de literatura. Era un gran lector. Su humor era irónico, a veces corrosivo. Con sus hijos, con la gente que apreciaba, era de una gran ternura. Una vez lo encontré en el viejo aeropuerto de Los Cerrillos anunciando en correcto alemán y en correcto inglés un vuelo de Lufthansa. Dominaba tres o cuatro idiomas, entre ellos el mapuche, que aprendió en la infancia, en el fundo de su padre, cerca de Traiguén.
            Durante el Gobierno de Salvador Allende ocupó el cargo de Vicepresidente de la Línea Aérea Nacional. Después del 11 de septiembre, no quería salir de Chile. No sé cómo lograron convencerlo de marchar al exilio, a México.

                                   Merquén
                                   en mi mesa, a México emigrada,
                                   puse algo de humo de Purén.
                                   Con cilantro y ají de cacho de cabra
                                   trae a mi plato sabores de Malleco,
                                   colores rojos de Trumao,
                                   recuerdos de digüeñes y niñez.

            Nunca deshizo las maletas. Siguiendo el consejo de Bretch, nunca puso ni un clavo en la pared para colgar la chaqueta. ¿Para qué? Si iba a volver en cuatro días... Sus primeros años en México fueron de actividad convulsiva. Estaba presente en todas las actividades de solidaridad. Instaló en la Casa Chile una "Oficina de cartas", en la que redactaba para los chilenos exiliados cartas de amor, de ruptura y de reconciliación; peticiones de visas para el ministerio de Gobernación; fantásticos curriculum; solicitudes de empleo; conmovedoras historias de presos y familias divididas para obtener asilo, etc. Se ganó la vida en lo que fuera. Por ejemplo, vendiendo autos. A un grupo de exiliados le hizo un curso de instrucción de vuelo. Viajó a Managua, después del triunfo sandinista y participó en las primeras etapas de la organización de la aeronáutica nicaragüense.
            Como vivía siempre añorando a Chile y estaba impedido de regresar, desarrolló un poco de amarga depresión, que trató de superar volcando sus sentimientos en poemas y otros escritos que nunca dio a conocer. Estar en México lo irritaba. Siempre agradeció el apoyo mexicano, pero su aguda sensación de extrañamiento lo hizo ser injusto a veces.

                                   Mixcoac es injerto de azteca en rana.
                                   Ni Culiacán ni Tapachula son cochinadas.
                                   Tampico tampoco.

            Era devoto de la belleza femenina. Las mujeres lo adoraban, por su físico atractivo, por su permanente juventud, por su disposición a todas las locuras, por su inagotable capacidad de alegría. Siempre estaba pololeando, como solía decir y varias veces, locamente enamorado. Para qué decir que no tuvo estabilidad de su vida matrimonial. Ya se sabe que las esposas carecen de sentido del humor cuando se trata de pololeos del marido.
            Su posición política fue, como la de su amigo Salvador, invariable y consistente. Nunca se apartó de esa línea, aunque más de una vez le significó sacrificar legítimos intereses.

                                   Con Dios me acuesto,
                                   con Dios me levanto
                                   la Virgen me cubre
                                   con su santo manto.
                                   No me acuesto casi con nadie más.

            Contradictorio, vehemente, apasionado en amores y odios, generoso, responsable hasta jugarse la vida, irresponsable en ocasiones, romántico y escéptico, hombre de muchas lecturas, franco y duro, cariñoso con amigos y compañeros, intransigente en los principios.
            El 16 de diciembre de 1983 su nombre fue eliminado de las listas de chilenos proscritos por la dictadura. Tomó el avión esa misma tarde.
            No encontró el país de sus añoranzas. Había desaparecido.
            El 7 de febrero de 1984, día del cumpleaños de su padre, se quitó la vida.
José Miguel Varas. Rocinante, Santiago, enero de 2000, pág. 23