miércoles, 20 de septiembre de 2017

Te pillaron copiando, Trampiello.



El poeta e historiados peruano Leopoldo de Trazegnies Granda, en un lúcido artículo desenmascara a Trapiello y lo acusa de pseudohistoriador y de revisionista. Compartimos el artículo de don Leopoldo:

  Atentar contra el honor y la dignidad de intelectuales reconocidos a través de descubrimientos de pequeños detalles de sus vidas, en muchos casos burdos chismes, que pudieron ser errores o acciones condicionadas por circunstancias externas, en la mayoría de los casos muy complicadas, y muy distintas a las que vivimos actualmente, me parece una infamia. Y mencionar a los autores sin reconocer el aporte a la cultura y al humanismo que representa su obra me parece una vileza de la peor especie.
Es lo que hace el escritor Andrés Trapiello en su recién reeditada obra titulada Las armas y las letras en alusión a la frase quijotesca: "Quítenseme de delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas". Deducimos de su texto que para Trapiello no.
  El autor de Las armas y las letras es un reconocido escritor de más de cincuenta libros escritos a lo largo de tres décadas, lo cual tiene mucho mérito, a no ser que detrás del escritor haya todo un lobby de escribidores dedicados a la investigación documental y redacción de sus textos. Todo lo que escribe Trapiello tiene un sello de marca: la misma apariencia, planteamientos parecidos, las mismas expresiones, que en esta obra se cumplen a rajatabla.
Muchos de sus libros están dedicados a la Guerra Civil y a la posguerra españolas como la novela Días y noches que ya he comentado en otra ocasión. Otros relatan sus experiencias personales como la saga del Salón de los pasos perdidos (es el nombre de un salón de conferencias del Congreso de los Diputados y Los pasos perdidos ya fueron utilizados por el novelista cubano Alejo Carpentier y por ese gran periodista que fue Corpus Barga para contarnos sus vidas) que se compone de varios volúmenes de casi mil páginas cada uno. Algunos más sobre literatura como Al morir Don Quijote donde rellena más de cuatrocientas páginas elucubrando sobre lo que pudo acontecer después de la muerte del Caballero de la Triste Figura, en mi opinión sus imaginaciones no representan ninguna novedad en la obra cervantina ni despiertan ningún interés.
El objetivo de un ensayo histórico debe ser siempre el de clarificar los hechos y las intenciones de los protagonistas de los episodios del pasado, pero jamás enturbiarlos. No basta con no acusar, tampoco es aceptable dejar las cosas en el aire para que el lector se lleve a engaño, porque equivale a sugerir falsedades. Es un método de exponer argumentos que dialécticamente podría admitirse pero cuando se analizan hechos y actitudes del pasado donde ya no están los protagonistas para responder se convierte en una ruindad. Desgraciadamente, ésta es la impresión que nos dejan los ensayos de Trapiello que no en vano se ha ganado en algunos círculos la reputación de "Trampiello".
El autor descarga cualquier responsabilidad en el lector, porque nos advierte que su obra no es un ensayo, pero añade que tampoco es una novela. ¿Cómo diferenciar entonces la realidad de la ficción de lo que cuenta? Ante esta afirmación el autor se encuentra libre de decir cualquier barbaridad y el lector de creérsela o no.
Aparte de ciertas omisiones en su lista de "Las personas del drama" como la de John Dos Passos, colaborador de Hemingway, decidido luchador antifascista, que influyó en el bando republicano a través de sus novelas Manhattan Transfer (1929) y Rocinante vuelve al camino (1930) etc. publicadas por la editorial republicana Cenit, Trapiello maneja una documentación exhaustiva de lugares, fechas y anécdotas, algunas de poca credibilidad. Además contiene dos útiles apéndices, uno, el ya citado que contiene datos incompletos de las personas que intervinieron en las Letras de las Armas y otro de la cronología de los hechos más sobresalientes durante los tres años de guerra.
En el prólogo declara que la tesis de Las armas y las letras es que la Guerra Civil no se produjo entre dos Españas sino entre dos facciones minoritarias extremistas y que el resto de la población pertenecía a una España virginal que no participó en la guerra y que podría denominarse la tercera España.
Lo primero que sorprende es que un libro que no es un ensayo sostenga una tesis e intente probar una hipótesis mezclando hechos reales, suposiciones, imaginaciones, anécdotas que corrían entre los bandos, y si me apuran chascarrillos. No nos parece serio.
Negar que en los años 30 hubiera dos concepciones políticas mayoritariamente asentadas en la sociedad, por un lado los germanófilos partidarios de Hitler y por otro los partidarios de las libertades de los países democráticos, que dominaban toda la política de la época, es faltar a la verdad. Con sólo abrir los periódicos de esos años vemos que había una polarización clara entre las dos concepciones del mundo que eran diametralmente opuestas. ¿Que también había exaltados en uno y otro bando? Claro que sí, los ha habido siempre, aún hoy en el año 2010 los hay, pero ellos solos no pasan de romper farolas, no llegan a hacer una guerra. La Guerra Civil fue un enfrentamiento entre dos filosofías opuestas, y así la vio el mundo entero y por eso vinieron a España miles de brigadistas extranjeros de Francia, Bélgica, Polonia, Estados Unidos... a luchar contra el nazismo que empezaba a imponerse en Europa. En la guerra de España se materializaron las dos concepciones políticas imperantes en el mundo en el primer cuarto del siglo XX.
La segunda deducción del autor es que si en las armas no hubo dos Españas, en las letras tampoco. ¿Esperaba Trapiello encontrar a los escritores enfrentados atacándose con las plumas en ristre al igual que los soldados lo hacían con las armas en las trincheras? También los hubo, allí están las hemerotecas para comprobarlo, pero lo fundamental no era eso sino el espíritu fascista o democrático que inspiraban sus escritos. La firma del Manifiesto a favor de la República (1936) en las primeras horas candentes del Golpe de Estado de Franco, demuestra qué escritores estaban a favor de la República: Menéndez Pidal, Antonio Machado, J.R. Jiménez, Luis Cernuda, Rosa Chacel, María Zambrano, Manuel Altolaguirre... entre otros muchos. Y quienes no.
La asistencia al Congreso Internacional de Escritores Antifascistas en Valencia en plena guerra (1937) ratificó quiénes eran los escritores que defendían la democracia y quienes preferían para España un gobierno dictatorial al estilo del nazismo alemán. Pertenecieron a la Alianza Miguel Hernández, María Zambrano, Bergamín, Luis Buñuel, Cernuda, Rafael Alberti, Emilio Prados, Altolaguirre, Larrea, y muchos más por lo que atañe a los españoles, y en cuanto a los extranjeros apoyaban la Alianza Malraux, Aragon, Paul Eluard, César Vallejo, Neruda, André Gide, Thomas Mann, Romain Rolland, Aldous Huxley, Cocteau, Dos Passos, Jules Romains etc. Es decir, casi la intelectualidad internacional en pleno.
En España no había duda entre quiénes apoyaban la "Cruzada Nacional" al amparo de Hitler y quienes la rechazaban rotundamente. Esto no impediría que algunos escritores demócratas, al terminar la guerra, por miedo o amenazas, y no queriendo exiliarse, decidieran permanecer en la Península traicionando sus ideales al plegarse a la España vencedora, renegando de su filiación republicana, o simplemente manteniéndose en un prudente silencio al que se llamó “exilio interior”, del cual podría ser buen ejemplo el premio Nobel Vicente Aleixandre. Pero esto no contradice su militancia republicana, su actitud posterior a la guerra fue algo obligado por las circunstancias, si querían salvar la vida.
Andrés Trapiello hace un repaso de los escritores más significativos pero parece demostrar una especie de fijación contra Rafael Alberti, a tal punto que por momentos da la impresión que hubiera escrito las quinientas y pico páginas de su libro con el sólo objetivo de denostar al poeta gaditano y que todos los demás sirven de comparsa. Ya en las primeras páginas del prólogo a la primera edición lo acusaba de ser el causante del fusilamiento del escritor Ramón Martínez de la Riva: "al que fusilaron en Madrid una semana más tarde de que lo señalara con su dedo justiciero el poeta revolucionario". Se refiere el autor a la colaboracin de Alberti en una revista literaria titulada El mono azul en la que también colaboraban Pablo Neruda, María Zambrano, Miguel Hernández, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Antonio Machado y muchos más escritores de primera línea que formaban parte de la izquierda republicana durante la guerra. Pero para Trapiello era un panfleto sangriento que señalaba con "dedo justiciero" a quienes se les debía dar "el paseo" en zona roja, algo equiparable a los pasquines de ETA. Más adelante, en el capítulo tercero volverá a tocar el tema mencionando a otros "señalados" pero paradójicamente ninguno de los mencionados ("señalados") fue fusilado.
Rezuma el libro un intento constante de justificar el levantamiento franquista contra la legítima república. Habla de La Gaceta Literaria (1927-1932) que acogía las vanguardias tanto de izquierdas como de derechas, puesto que en ella colaboraban escritores de tendencias políticas opuestas, por un lado los germanófilos Giménez Caballero, Edgar Neville, Pedro Sáinz Rodríguez, Melchor Fernández-Almagro... y algunos más que se decantaron decididamente por el bando franquista, y por otro lado los republicanos José Bergamín, José Moreno-Villa, Juan Chabás etc., habla de ella como si allí se hubiera estado fraguando la guerra, un enfrentamiento bélico considerado en la redacción de dicha revista fatalmente irreversible.
En realidad, la redacción de La Gaceta era un ejemplo de libertad de expresión que indudablemente producía controversia política, pero para Trapiello "la primera Guerra Civil tuvo lugar, pues, en La Gaceta". En la revista La Gaceta se llevaba a cabo un debate enriquecedor y necesario, que se continuaba por innumerables tertulias de cafés como la del "Pombo" de Gómez de la Serna, o la del "Mesón del Segoviano" de González-Ruano o Cansinos Assens, o la del "Gijón" más de la farándula, o el "Varela" del que era cliente habitual Antonio Machado. Eran cafés frecuentados por muchos escritores de ideologías opuestas, pero confundir la naturaleza de ese enfrentamiento dialéctico con el conflicto bélico que desencadenó Franco es de una simpleza pasmosa. Y a partir de 1934 el autor presenta esa "guerra imaginaria" como inevitable: "Ante la sofocada Revolución de Octubre de 1934, los españoles comenzaron a aceptar como inevitable el drama de la guerra". Tesis parecidas mantienen contra toda lógica apasionados historiadores de origen terrorista como Pio Moa (GRAPO) o tan poco rigurosos como César Vidal, que creen ver en los sucesos de Asturias la justificación para un Golpe de Estado.
Pero estas tesis olvidan que en 1932, dos años antes, ya se había producido el primer Golpe de Estado a cargo del general Sanjurjo, que el gobierno de la República afortunadamente pudo reprimir encarcelando al general felón. ¿A qué viene responsabilizar a los mineros asturianos del posterior levantamiento de Franco, cuando ya su compañero de armas, el general Sanjurjo, lo había intentado apenas instaurada la República? Estaba claro que los germanófilos querían abortar la república desde el primer momento para imponer un régimen autoritario al estilo de Hitler.
Es muy fácil vaticinar en el año 2000 lo que iba a suceder entre 1936 y 1939. Es como las profecías de Nostradamus que a toro pasado se cumplen todas. Es lo que hace Trapiello: vaticinar los acontecimientos conocidos espulgando las declaraciones de unos y otros antes del 36 y polarizando las opiniones y dándoles un sentido que a lo mejor ni imaginaron sus autores. De esta manera monta un puzzle con la foto que le interesa para probar "su tesis".
Así, cuando Antonio Machado exclama: "[Don Miguel de Unamuno] ha iniciado la fecunda guerra civil de los espíritus", reconociendo la gran fuerza del pensamiento unamuniano para despertar las conciencias de los españoles, Trapiello ve en ello una proclama de guerra sangrienta muy lejos de los espíritus y muy cerca de los cuerpos y si no dice que ya era un vaticinio de lo que iba a suceder en la batalla del Ebro o de Brunete es por no exagerar. Seguramente nada estaba más lejos de la mente del poeta bueno, bueno en el sentido machadiano, que una guerra fraticida entre españoles.
Naturalmente los intelectuales estaban divididos ideológicamente entre los dos proyectos de España: los que estaban de acuerdo con la república democrática legítima y los que preferían una solución autoritaria encarnada en el partido falangista de José Antonio, hijo del anterior dictador. Pero dentro de un debate político democrático que se debía solucionar en las urnas y en el parlamento, exceptuando por supuesto a los pequeños núcleos de ultras pistoleros de Falange.
Muñoz Molina, en su bien documentada novela La noche de los tiempos, basándose en testigos de la época, como Barea y Morla Lynch, ilustra lo inesperada que resultó la guerra para el ciudadano medio. Cuenta que el último fin de semana de verano antes del levantamiento, los trenes salían de Madrid llenos de familias que iban a pasar un día de campo a El Escorial o Navacerrada y al volver se encontraron las calles llenas de cadáveres. Cuenta que la guerra sorprendió el curso de verano para extranjeros en Santander donde las chicas norteamericanas, francesas y británicas huyeron despavoridas del caserón universitario que se convirtió en cuartel de ejecuciones. Nadie podía presagiar el repentino levantamiento faccioso ocurrido el 18 de julio de 1936, ni su feroz encarnizamiento.
La guerra no se originó en La Gaceta, como dice Trapiello, la guerra fue un estallido brutal del ejército franquista apoyado internacionalmente por los nazis. Una semana después del levantamiento, el 25 de julio, se reunieron representantes españoles, entre los que posiblemente se encontraba Ramón Serrano Suñer, con Hitler para concretar la ayuda que Alemania prestaría a Franco (Payne). La guerra de España tenía pues poco de guerra civil, tenía más de ensayo general de guerra mundial preparado por un Hitler que ya barruntaba invadir Europa. Franco aprovechó el enfrentamiento entre las dos Españas para prestarse al macabro experimento bélico nazi. Fue como un Hiroshima voluntario, para luego repartirse los despojos.
Está claro que una vez dado el golpe de Estado por el general felón Francisco Franco y no haber podido sofocarse inmediatamente por las fuerzas gubernamentales, como ocurrió con el anterior golpe de Estado de Sanjurjo, Unamuno, como toda la intelectualidad española, se vio involucrado en el conflicto. Después de guardar la calma con la prudencia que sólo puede tener un rector de la universidad de Salamanca, se enfrentó a los insurrectos en el paraninfo de ese templo de cultura para responder a un energúmeno mutilado llamado Millán Astray que era uno de los principales generales de las tropas franquistas. El monstruoso militar había exclamado: "¡Viva la muerte!" y "¡Muera la inteligencia!". Ante este grito necrófilo el filósofo vasco le espetó al sanguinario general: "El general Millán Astray quisiera crear una España [...] según su propia imagen. Y por ello desearía ver una España mutilada...". ¡Qué razón tenía el filósofo vasco! Unamuno les dejó bien claro que vencerían, pero no convencerían a nadie. No se equivocó, la ayuda de Alemania fue decisiva, dejó un país deshecho, monstruoso, que gobernó el general vencedor durante casi cuarenta años.
Al anciano rector lo tuvieron que sacar del salón de actos entre la mujer de Franco y el poeta José María Pemán que desde un principio se había arrogado el papel de trovador (o bufón) del régimen autoritario. Tuvo que abandonar el acto debido a un desfallecimiento a causa de la emoción y también para salvaguardar su integridad física ante los exaltados revolucionarios. Fallecería pocas semanas después de un infarto al corazón.
El filósofo vasco encarnaba hasta entonces todo lo que se entendía por España. Era el místico hijo de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, pero también era el heroico Cid Campeador dispuesto a enfrentarse al rey, y también era el Caballero de la Triste Figura de moral inquebrantable... así lo vió Antonio Machado cuando a su muerte dijo de él: "Murió, sin duda alguna, tan noblemente como había vivido". En 1931 había firmado el Manifiesto por la República, era un decidido antifascista, con el régimen anterior de Primo de Rivera se había exiliado voluntariamente en Francia. Su personalidad de español radical no le impidió plegarse al proyecto republicano de hacer de España un país moderno equiparable a cualquier país europeo. Franco no se lo perdonó y lo destituyó de todos sus cargos académicos.
Al hablar de la revista literaria El Mono azul (1936-1939) donde colaboraban entre otros Miguel Hernández, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, María Teresa León, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, César Vallejo, André Malraux, Luis Cernuda, Antonio Machado, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, John Dos Passos, Ramón J. Sender, María Zambrano, etc., al hablar de esta revista, Trapiello, nos informa que aparte de sus prestigiosos redactores "también" había colaboradores exaltados y que una de las secciones de la revista se titulaba A paseo en fatal coincidencia a como se llamaban los fusilamientos ilegales en ambos bandos. Leemos en el libro de Trapiello que esos artículos "venían a ser una invitación o instigación a estos otros crímenes que acontecían cada madrugada, en los atochales y cuestos de Madrid".
La acusación es nauseabunda. Se imagina uno los versos de Neruda o Aleixandre salpicados de delaciones asesinas hechas por republicanos fanáticos. También deja claro el autor que los responsables de la publicación eran Alberti y su mujer. Según esta hipótesis la siniestra pareja formada por el poeta gaditano y su esposa María Teresa León urdían los asesinatos.
Trapiello nos da algunos nombres de los mencionados en la columna A paseo supuestamente para que sean fusilados al amanecer "en atochales y cuestos": Eugenio Montes, Miguel de Unamuno, Giménez Caballero y Sánchez Mazas. Da la casualidad que ninguno de los nombrados fue fusilado. Es más, a Giménez Caballero se le concedió salir de Madrid para que fuera a reunirse con Millán Astray en Burgos. Sánchez Mazas obtuvo permiso de Victoria Kent, directora general de prisiones, para ir a ver a su hijo a Navarra, luego volvió a la prisión y nadie lo tocó. Unamuno, como sabemos, falleció poco después de defender la causa republicana frente a Millán Astray en Salamanca. Y Eugenio Montes falleció cuarentaitrés años después de terminada la guerra ocupando un sillón de la Real Academia. ¿Cuál era entonces esa instigación al crimen desde las páginas de El mono azul que nos cuenta Trapiello? Estas elucubraciones sólo prosperan en la mente exaltada de "historiadores revisionistas" empeñados en desvirtuar el pasado, pero la sola insinuación de Trapiello es una infamia porque lo que debería dejar claro es que el poeta no tuvo nada que ver con los asesinatos que se perpetraron en Madrid durante la guerra. Desgraciadamente, se descubre la mentira pero la injuria permanece y es utilizada por otros pretendiendo convertirla en verdad.
Supongo que Trapiello se da cuenta de la gravedad de su insinuación calumniosa porque más adelante al hablar de la acusación que se le hizo a Alberti en 1993 desde un libro dedicado a Franco de haber asesinado ciudadanos en la checa del teatro Bellas Artes, admite que fue una acusación gratuita y sin fundamento y que el calumniador tuvo que desdecirse en público poco tiempo después. El calumniador arrepentido era nada menos que Torcuato Luca de Tena, director del diario ABC, aunque Trapiello se lo calle probablemente para no indisponerse con tan prestigioso diario.
Al demostrarse que la acusación de la checa de Bellas Artes es falsa y reconocerlo el propio calumniador, Trapiello no se dará por vencido e intentará por otros medios ensuciar la memoria del poeta y así añade una coletilla insidiosa: "No es nada nuevo decir que el Partido Comunista, al que Alberti pertenecía, no sólo no evitó muchas de esas ejecuciones, sino que a veces, como en los sucesos del POUM, las propició. Alberti, como militante pudo o no estar informado de la política de su partido, pudo estar o no de acuerdo con sus actuaciones". Ninguna de estas imputaciones puede admitirla nadie con un mínimo de sentido común, Trapiello eleva sus conclusiones a un plano absolutamente demencial y agrega: "Desconocimiento es la primera excusa que aducen también los criminales de guerra a los que se sienta en un banquillo para hablar del Holocausto". Presenta al director de la revista literaria El mono azul, que ha sido acusado sin ningún fundamento de la muerte de algunos personajes franquistas, como un criminal de guerra aunque él no lo sepa, al igual que los criminales nazis. ¡El mundo al revés! en España eran los nazis-falangistas los que mataban a españoles republicanos como Alberti y que por cierto nunca fueron sentados en el banquillo. Es decir, para Trapiello, Alberti es culpable de todas maneras, sin importarle la verdad de los hechos. De milagro no lo hace responsable de las purgas stalinistas "de las que pudo o no estar informado o pudo estar o no de acuerdo con la actuación soviética". Trapiello hace gala de su habilidad para confundir los términos y los protagonistas de los episodios históricos. Esto, aquí y en Pernambuco, se llama insinuación calumniosa e infamante.
En otro momento hace referencia a que Alberti vivía durante la guerra en el "palacio de los marqueses de Heredia-Spínola". Y añade con ironía: "De ese afán aristocratizante del comunista se hicieron en voz baja no pocas burlas". Alberti vivía en un palacio y el pueblo de Madrid en las trincheras ahogado de hambre y de pólvora. ¡Escandaloso! Trapiello simula haber estado en Madrid durante la guerra para haber oído esas "burlas en voz baja", lo que no entiendo es cómo no se dio cuenta de que el saqueado palacete de los Spínola donde vivía Alberti se había convertido en la sede central de la Alianza de Intelectuales y era un refugio intelectual donde no sólo vivía él con su mujer María Teresa sino también Emilio Prados, Luis Cernuda, Nicolás Guillén, en alguna oportunidad León Felipe y otros muchos poetas partidarios de la República a los que se les daba alojamiento cuando llegaban a Madrid, porque había sido requisado para esos menesteres.
En las memorias de Alberti leemos: "Pasaban no sólo los que llegaban a Madrid de todas las provincias, sino artistas, escritores, políticos del mundo entero". Hasta "el cholo" Vallejo se hospedó en el palacete de los Spínola. También serviría de redacción de la "tenebrosa" revista El mono azul y de centro de cultura. El palacete de los Heredia-Spínola no era pues la "lujosa vivienda" de los Alberti, sino un cuartel general de la intelectualidad republicana al servicio de los escritores y artistas implicados en la defensa de Madrid frente al ataque de las tropas rebeldes. El palacio de los Heredia-Spínola era también sede de la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico creada con el objetivo de salvar las obras de arte del museo del Prado de las bombas del bando nacional. Allí se decidió llevarse los cuadros, esculturas y libros a Valencia y la encargada del traslado fue justamente la mujer del poeta. Cuando el 16 de noviembre de 1936 el museo del Prado fue bombardeado por la aviación nazi-franquista, gran parte de las obras de arte ya habían sido trasladadas a Valencia. De esta manera se salvaron "Las meninas" de Velázquez, cuadros del Greco, Tiziano etc.
En el palacete de los Heredia-Spínola también durmieron, entre otros muchos, los fotógrafos Robert Capa y Gerda Taro que vinieron a fotografiar la tragedia de la guerra y allí velaron a Gerda Taro cuando murió tomando fotos de la retirada de Brunete desde el estribo de un camión. Los Alberti fueron a buscar su cuerpo destrozado a El Escorial. ¿Este es el palacete que Trapiello menciona irónicamente como "vivienda aristocratizante" del poeta? ¿Y quién se reía en voz baja, algún descerebrado falangista? ¿O es otra gracia inventada por Trapiello?
No tenía nada de extraño que se utilizaran las casas y palacios requisados como viviendas y locales de trabajo. El propio Miguel Hernández, el poeta más apegado a la tierra, y su mujer Josefina Manresa se alojaron en 1937 en la casa confiscada a una marquesa principal cuando fueron al frente de Jaén.
Pero Trapiello, no contento con pretender destruir la imagen de un Alberti comprometido con el pueblo, pasa a tratar de desprestiagiarlo literariamente: "Incluso como poeta es difícil tener de Alberti una idea clara". A pesar del eufemismo "idea clara" ese "Incluso" freudiano que inicia la oración delata su malquerencia por Alberti. Ese "Incluso como poeta" equivale a "Tampoco como poeta" o lo que es peor: "Ni siquiera como poeta". Es decir, para Trapiello, Alberti, además de ser un hombre cruel que dirigía una revista diabólica para asesinar inocentes ayudado por su esposa y que vivía en un palacio mientras el pueblo se batía en armas, incluso, era un mal poeta y para demostrarlo recurre a la opinión negativa de su poesía hecha por el pintor Ramón Gaya en 1979 y a algunos comentarios despectivos de sus contemporáneos, sobre todo de los surrealistas franceses que nunca llegaron a entender poemarios como "Sobre los Ángeles". Sorprendentemente se le olvida mencionar a la crítica nacional e internacional que considera al autor de "Marinero en tierra" una de las cumbres de la poesía española del siglo XX. La opinión de Trapiello sobre Rafael Alberti es verdaderamente grotesca.
Entre los documentos que el pseudo-historiador Trapiello nos trae como novedad para la nueva edición de su libro, hay una fotografía dedicada por Rafael Alberti a Ilia Ehrenburg donde menciona "la belle epoque". El comentario de Trapiello sobre su hallazgo es el siguiente: "Lo curioso de Alberti es que veía la guerra como la 'belle époque' veinticinco años después de que ésta hubiera terminado, en plena dictadura franquista. Pero es que para el poeta y su mujer, María Teresa León, la guerra fue eso, una 'belle époque'…"
¿Pero es que Trapiello no se ha molestado ni siquiera en leer las memorias de Alberti? ¿No se ha percatado que Alberti y sus contemporáneos, artistas y poetas, se referían a la década de 1930 como "la belle Époque" y no a los tres años de guerra sino a los cinco restantes donde floreció la cultura, el arte, la libertad etc. etc. etc.? En La arboleda perdida también menciona "la belle Époque" con ocasión de la llegada de Juan Ramón Jiménez a Buenos Aires. Allí el poeta gaditano se refiere al poeta onubense de esta manera: "¡Quién te ha visto y quién te ve! Entonces, en aquella nuestra belle Époque, durante la década de los treinta, a Juan Ramón le molestaba...". El 22 de agosto de 1936 Juan Ramón y Zenobia habían salido de España, por tanto, no vivieron la guerra. Difícilmente Alberti podía referirse a una Época que no existió, sino a los años anteriores de la II República, que fueron años de ilusión e idealismo. A los años entre 1936 y 1939 Rafael Alberti solía referirse -y Trapiello debe o debería saberlo- como "aquellos desgraciados y terribles años de nuestra guerra civil".
Cuando leemos en la pseudo novela de Andrés Trapiello párrafos como el comentado, que denotan una manipulación constante para convertir las virtudes del poeta en tenebrosos pensamientos o burlas macabras, nos preguntamos si es debido a la ignorancia del autor o a su mala intención. En el segundo caso no nos quedaría otra alternativa que admitir que el sobrenombre de "Trampiello" se lo ha ganado haciendo verdaderos méritos.
No siendo yo un crítico profesional sino simplemente un comentarista de mis lecturas, no veo la necesidad de continuar leyendo un libro tan tendencioso como Las armas y las letras. Literatura y guerra civil. Hasta aquí he llegado. Abandono su lectura al terminar el capítulo cuarto para disponerme a releer los cuatro primeros libros de las memorias de Rafael Alberti y a disfrutar por primera vez del quinto que aún no había leído. Me daré el gusto de sumergirme en la prosa poética y humana de La arboleda perdida, tan distinta a la del "cronista Trapiello". donde el poeta cuenta la intensa vida que le tocó vivir desde 1902 hasta su muerte a los 96 años de edad en El Puerto de Santa María, el mismo pueblo gaditano que lo vio nacer.


miércoles, 16 de agosto de 2017

Imagen primera y definitiva de Miguel Hernández. Rafael Alberti


Pablo Neruda fue quien lo vio mejor. Solía repetir: "¡Con esa cara que tiene Miguel de patata recién sacada de la tierra!"
De la tierra..., porque si conocí muchacho a quien se le podían ver las raíces, aún con ese dolor de arrancadura, de tironazo último, matinal, era él. Raigón, raigones, guías hondas, entramadas, pegadas todavía de ese terrón mojado que es la carne, la funda de los huesos, le salían a Miguel del bulbo chato de la cara, formándole en manojo, en enredo, toda la terrenal figura. Pero siempre en lo alto, al inclinarse, tosco, con cierto torpe cabeceo de animal triste, para enlazarle a uno la mano, le resonaban hojas verdes, llenas de resplandores.
Si, Miguel venía de la tierra, natural, como una tremenda semilla desenterrada, puesta de pie en el suelo. Y nunca este sentir, esta presencia de espíritu y de cuerpo procedente del barro se los sacó de su poesía:
Me llamo barro aunque Miguel me llame...

Sonido de azadón y paletada golpeándole encima, moliéndole el pedrusco de la osamenta, aunque a la vez cruzado de una canción de arada y labradores.
Miguel, como tantos y tantos españoles de hoy, era de entraña católica. De ahí esa aleteante preocupación de muerte, de materia que se recuerda en todo momento deleznable, desprendida, a instantes bronca y dura, de su malograda obra. Cuando yo lo conocí en Madrid acababa de publicarle Cruz y Raya, la revista de José Bergamín, un auto sacramental, de corte calderoniano, pleno de poder asimilador y fuerza propia: Quién te ha visto y quién te ve. Poco después salía de las manos impresoras de Manuel Altolaguirre su primer libro: El rayo que no cesa (1936). Verdadero rayo deslumbrador, revelador, de poeta nativo, sabio. Un rayo milagroso, pues lo pensaba uno del revés, surtiendo desde la piedra hacia lo alto, escapando, lumínico, de aquel ser tan terreno, desmanotado y hosco.
Y como rayo que lo descuajara, levantándolo, cegándolo hasta abrirle los ojos, fue también para él el 18 de julio de 1936, día de provocación y respuesta, de embestida de lo más turbio y triste español contra lo más puro y luminoso. Data reveladora. En esa fecha, Miguel se vio como nunca las raíces, se comprendió como jamás de tierra, arrebatándose de aquel viento candente que sacudiera de parte a parte nuestro pueblo. Y la diaria pana aldeanota de sus pantalones la cambió, de súbito, por el valiente mono azul del miliciano voluntario. Así, pues, a la guerra, a su vida y contacto -"sangrando por trincheras y hospitales"- con aquellas gentes heroicas, vivas y simples como el trigo, debió Miguel Hernández el entero descubrimiento de sí mismo, la completa iluminación de su entraña nativa, verdadera, arrancándose al fin con su Viento del pueblo, un aplastante alud de cosas épicas y líricas, versos de encontronazo y empujón, de dentellada y gritos suplicantes, rabia, llanto, ternura, delicadeza. Todo lo que a él le templaba, entretejidos a aquellos raigones profundos.
Más ahora, después de resonado, como un ondear de abares en júbilo, después de condenado, golpeado, tundido el pecho a borbotón de sangre por campos de concentración y mazmorras, nuevamente Miguel, desesperadamente Miguel vuelve a la tierra, al negro hoyo definitivo. Que no lo han abierto manos campesinas, alegres manos hortelanas, frescas de paz y relente. Que eran lentas, heladas, las que lo han cavado, metiéndomelo ahí, enconados, violentos, pensándolo ya mala semilla muerta, rizoma seco, sin sustancia para la sembradura. Pero no saben esos tristes que hay vientos rastrojeros, lluvias benéficas, abonos vivificadores para ciertas raíces, baldías al parecer, para determinadas tierras que ya se creen exhautas.
Mientras tanto, llórelo en su flautín de avena algún serio zagal de sus valles poblanos, con tal poder de ahogo, que haga marchar a todos los rebaños dispersos hacia los verdes pastizales del día cierto de la esperanza.

Rafael Alberti. Imagen primera de… (1940-1944) Editorial Losada, (Biblioteca Contemporánea) Buenos Aires, 1945. (Miguel Hernández. Edición de María de Gracia Ifach. El escritor y la crítica. Altea, Taurus, Alfaguara s.a. Madrid, 1989. pp.18-19)

domingo, 23 de abril de 2017

EL VALOR DE UN APLAUSO FRATERNO




Hace un par de semana vi en la red y luego en la televisión un hecho curioso, emocionante, muy poco común. Iba a decir inédito, pero se que no lo es.
En el aeropuerto de Santiago de Chile, un grupo de más de cincuenta militares españoles, uniformados, con sus mochilas a la espalda y en semi formación, entraban a la sala de embarque para regresar a su país. En Chile, enero y febrero son los meses de vacaciones y el aeropuerto estaba a rebosar. Nada más asomar por la puerta de entrada los primeros militares y al darse cuenta la gente de quiénes eran, se escucho un atronador aplauso que no cesó durante mucho rato. ¡Viva!, ¡Bravo!, ¡Gracias! Eran los gritos más repetidas. Mientras aplaudían, a muchas persona se les asomó más de una lágrima. A los que vimos esa cariñosa y estruendosa despedida en un video o en la tv, también se nos humedecieron las mejillas.
Los festejados eran un contingente de militares españoles pertenecientes a la UME (Unidad Militar de Emergencias) que se había desplazado a Chile para colaborar en la extinción del mayor incendio en la historia del país. El grupo operativo español trabajó codo a codo con otros voluntarios procedente de Francia, Estados Unidos, México, Perú y Colombia. Es fácil comprender que esa emocionante y calurosa despedida era para todos los voluntarios internacionales. Sin embargo, fueron los españoles los que se llevaron como recuerdo el aplauso más fraternal y prolongado que, seguramente, nunca habían escuchado.
Iba a decir que ese homenaje era inédito, pero se que no lo es. Cuando vi esa escena, vino a mi mente la llegada del barco “Winnipeg” a Valparaíso. Tenemos que salvar todas las distancia, de tiempo y de circunstancias, para asimilar estos dos emotivos momentos. Los combatientes contra el fuego del UME, venían por un corto tiempo a colaborar en la superación de una tragedia, y el emotivo y prolongado aplauso que recibieron fue de agradecimiento y despedida.
Los españoles que arribaron en el “Winnipeg” venían a quedarse. Eran los combatientes vencidos de una encarnizada guerra. Eran los expulsados de su patria, los sin tierra, los exiliados. Sin embargo, aquella mañana del 3 de septiembre de 1938, cuando comenzaron a descender del barco, la multitud que los esperaba en el puerto rompió en un clamoroso aplauso, en unos fuertes vivas y bravo que los pasajeros del barco, los que aun viven, todavía no olvidan y, seguramente no olvidarán jamás.
Es posible que ese aplauso, ese recibimiento con banda de músicos, con cantos republicanos, ese calor entregado sin esperar nada a cambio, les reconfortó el alma. Ellos dejaban atrás una vida en su país natal, dejaban una morada, una familia, un trabajo y unos amigos; también dejaban tres años de cruel guerra entre hermanos. Luego de un triste éxodo en busca de una tierra que creían de igualdad, libertad y fraternidad, pasaron seis meses en los inhumanos campos de concentración franceses y, luego, casi un mes de expectante travesía a bordo del viejo carguero. Atrás quedaba la muerte de un niño de tres meses de edad sepultado en el mar, frente a las costas peruanas. Atrás quedaban las largas discusiones sobre la derrota y las especulaciones sobre el porvenir de cada uno. El futuro, para ellos, comenzaba en Valparaíso, el Valle del Paraíso.
Entre esos pasajeros, Juan Vélez Soriano, natural de Badalona, provincia de Barcelona, quién después de combatir en la guerra civil y pasar a Francia, había sido recluido en el campo de concentración de Adges. Allí cumplió los 19 años de edad. Su juventud le aportó las fuerzas necesarias para soportar el frío, el hambre y las penas. Vélez Soriano recuerda que a su llegada, la tibia primavera rondaba ya el puerto de Valparaíso: “El amanecer de ese día 3 de septiembre de 1939 fue esplendoroso; el sol tenía fuertes deseos de romper el alba. (…) Ya repuestos de ese esplendor contemplamos abismados cómo cientos de chilenos se apiñaban y con cantos nos recibían alborozados, habían sufrido durante casi tres años la angustia de ver desmoronarse la democracia en la madre patria, tenían el alma dolorida, querían abrir las puertas de par en par, querían acoger en sus hogares, empresas, comercios, industrias, colegios y universidades a los vasallos que habían dejado atrás la ignominia, tan solo por defender con ardor la democracia, valor intransable.”
La santanderina Virginia Miranda, una niña en esa época, recuerda que al
atracar el barco a los recintos portuarios: “advertimos desde la cubierta la gran cantidad de gente que nos esperaba. Después supimos que había ministros de Estado, autoridades locales y los miembros del comité que estaba a cargo de nuestra recepción y ubicación. Había también una banda que interpretó música chilena. Esa estampa quedó grabada para siempre en nuestros corazones. (…) Nunca olvidaré -recuerda- la llegada a Valparaíso. El Comité de Recepción que se había organizado aquí tenía todo previsto. Unas 400 personas quedarían en esta ciudad. Tan pronto descendimos del barco y cumplimos con los trámites correspondientes nos llevaron en buses al Centro Español. No teníamos documentos, había un pasaporte colectivo. Desde allí, en los mismos buses nos fueron distribuyendo en los alojamientos que estaban preparados.”
Hace unos meses, en Chile, su patria, falleció José Balmes, uno de los más connotados pintores chilenos. Balmes fue galardonado con el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1999. Había nacido en Montesquieu, Cataluña. Llegó a Chile a los doce años, a bordo del “Winnipeg”. En esa fecha ingreso, por su corta edad, como alumno libre en la Escuela de Bellas Artes; en 1973, antes del Golpe de Estado de Pinochet, era el Decano de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Después del golpe militar, se exilió en Francia y regresó a Chile en 1983, desafiando las leyes de la dictadura.
Este pintor chileno nacido en Cataluña, vivió dos exilios. El primero, el de su niñez, lo recuerda con nitidez. Señala que al llegar a Chile, comprendió nuevamente, después de mucho tiempo, el significado de un abrazo. El tren que los trasladó de Valparaíso a Santiago, recuerda, pasó muy lentos por las diferentes estaciones; “gentes que no conocíamos nos entregaban rosas y claveles. Al anochecer miles de hombres y mujeres nos esperaban en la Estación Mapocho. Era el comienzo de un exilio distinto. Un tiempo después, esta tierra también sería ya la mía para siempre.”
Y así sucedió, hoy José Balmes reposa en una tierra que fue y es suya para siempre, en un pequeño cementerio de su pueblo chileno, al lado de Isla Negra y de la casa de su amigo Neruda.
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