domingo, 23 de abril de 2017

EL VALOR DE UN APLAUSO FRATERNO




Hace un par de semana vi en la red y luego en la televisión un hecho curioso, emocionante, muy poco común. Iba a decir inédito, pero se que no lo es.
En el aeropuerto de Santiago de Chile, un grupo de más de cincuenta militares españoles, uniformados, con sus mochilas a la espalda y en semi formación, entraban a la sala de embarque para regresar a su país. En Chile, enero y febrero son los meses de vacaciones y el aeropuerto estaba a rebosar. Nada más asomar por la puerta de entrada los primeros militares y al darse cuenta la gente de quiénes eran, se escucho un atronador aplauso que no cesó durante mucho rato. ¡Viva!, ¡Bravo!, ¡Gracias! Eran los gritos más repetidas. Mientras aplaudían, a muchas persona se les asomó más de una lágrima. A los que vimos esa cariñosa y estruendosa despedida en un video o en la tv, también se nos humedecieron las mejillas.
Los festejados eran un contingente de militares españoles pertenecientes a la UME (Unidad Militar de Emergencias) que se había desplazado a Chile para colaborar en la extinción del mayor incendio en la historia del país. El grupo operativo español trabajó codo a codo con otros voluntarios procedente de Francia, Estados Unidos, México, Perú y Colombia. Es fácil comprender que esa emocionante y calurosa despedida era para todos los voluntarios internacionales. Sin embargo, fueron los españoles los que se llevaron como recuerdo el aplauso más fraternal y prolongado que, seguramente, nunca habían escuchado.
Iba a decir que ese homenaje era inédito, pero se que no lo es. Cuando vi esa escena, vino a mi mente la llegada del barco “Winnipeg” a Valparaíso. Tenemos que salvar todas las distancia, de tiempo y de circunstancias, para asimilar estos dos emotivos momentos. Los combatientes contra el fuego del UME, venían por un corto tiempo a colaborar en la superación de una tragedia, y el emotivo y prolongado aplauso que recibieron fue de agradecimiento y despedida.
Los españoles que arribaron en el “Winnipeg” venían a quedarse. Eran los combatientes vencidos de una encarnizada guerra. Eran los expulsados de su patria, los sin tierra, los exiliados. Sin embargo, aquella mañana del 3 de septiembre de 1938, cuando comenzaron a descender del barco, la multitud que los esperaba en el puerto rompió en un clamoroso aplauso, en unos fuertes vivas y bravo que los pasajeros del barco, los que aun viven, todavía no olvidan y, seguramente no olvidarán jamás.
Es posible que ese aplauso, ese recibimiento con banda de músicos, con cantos republicanos, ese calor entregado sin esperar nada a cambio, les reconfortó el alma. Ellos dejaban atrás una vida en su país natal, dejaban una morada, una familia, un trabajo y unos amigos; también dejaban tres años de cruel guerra entre hermanos. Luego de un triste éxodo en busca de una tierra que creían de igualdad, libertad y fraternidad, pasaron seis meses en los inhumanos campos de concentración franceses y, luego, casi un mes de expectante travesía a bordo del viejo carguero. Atrás quedaba la muerte de un niño de tres meses de edad sepultado en el mar, frente a las costas peruanas. Atrás quedaban las largas discusiones sobre la derrota y las especulaciones sobre el porvenir de cada uno. El futuro, para ellos, comenzaba en Valparaíso, el Valle del Paraíso.
Entre esos pasajeros, Juan Vélez Soriano, natural de Badalona, provincia de Barcelona, quién después de combatir en la guerra civil y pasar a Francia, había sido recluido en el campo de concentración de Adges. Allí cumplió los 19 años de edad. Su juventud le aportó las fuerzas necesarias para soportar el frío, el hambre y las penas. Vélez Soriano recuerda que a su llegada, la tibia primavera rondaba ya el puerto de Valparaíso: “El amanecer de ese día 3 de septiembre de 1939 fue esplendoroso; el sol tenía fuertes deseos de romper el alba. (…) Ya repuestos de ese esplendor contemplamos abismados cómo cientos de chilenos se apiñaban y con cantos nos recibían alborozados, habían sufrido durante casi tres años la angustia de ver desmoronarse la democracia en la madre patria, tenían el alma dolorida, querían abrir las puertas de par en par, querían acoger en sus hogares, empresas, comercios, industrias, colegios y universidades a los vasallos que habían dejado atrás la ignominia, tan solo por defender con ardor la democracia, valor intransable.”
La santanderina Virginia Miranda, una niña en esa época, recuerda que al
atracar el barco a los recintos portuarios: “advertimos desde la cubierta la gran cantidad de gente que nos esperaba. Después supimos que había ministros de Estado, autoridades locales y los miembros del comité que estaba a cargo de nuestra recepción y ubicación. Había también una banda que interpretó música chilena. Esa estampa quedó grabada para siempre en nuestros corazones. (…) Nunca olvidaré -recuerda- la llegada a Valparaíso. El Comité de Recepción que se había organizado aquí tenía todo previsto. Unas 400 personas quedarían en esta ciudad. Tan pronto descendimos del barco y cumplimos con los trámites correspondientes nos llevaron en buses al Centro Español. No teníamos documentos, había un pasaporte colectivo. Desde allí, en los mismos buses nos fueron distribuyendo en los alojamientos que estaban preparados.”
Hace unos meses, en Chile, su patria, falleció José Balmes, uno de los más connotados pintores chilenos. Balmes fue galardonado con el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1999. Había nacido en Montesquieu, Cataluña. Llegó a Chile a los doce años, a bordo del “Winnipeg”. En esa fecha ingreso, por su corta edad, como alumno libre en la Escuela de Bellas Artes; en 1973, antes del Golpe de Estado de Pinochet, era el Decano de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Después del golpe militar, se exilió en Francia y regresó a Chile en 1983, desafiando las leyes de la dictadura.
Este pintor chileno nacido en Cataluña, vivió dos exilios. El primero, el de su niñez, lo recuerda con nitidez. Señala que al llegar a Chile, comprendió nuevamente, después de mucho tiempo, el significado de un abrazo. El tren que los trasladó de Valparaíso a Santiago, recuerda, pasó muy lentos por las diferentes estaciones; “gentes que no conocíamos nos entregaban rosas y claveles. Al anochecer miles de hombres y mujeres nos esperaban en la Estación Mapocho. Era el comienzo de un exilio distinto. Un tiempo después, esta tierra también sería ya la mía para siempre.”
Y así sucedió, hoy José Balmes reposa en una tierra que fue y es suya para siempre, en un pequeño cementerio de su pueblo chileno, al lado de Isla Negra y de la casa de su amigo Neruda.
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